Suena un toque de campana, después otro, luego otro, el toque de otra clase de campana, un pito, pita el tren... y el tren no sale. Pero por fin, sale en medio de los adioses, lágrimas, suspiros, pañuelos y sombreros que se agitan, sonrisas, etcétera. Y arranca con su majestuoso ¡Feeeu... Folch!... Feeeu... Folch!, dejando atrás la estación de partida mientras dice:
¡Ballesteros, Ballesteros!
¡Carrecedo, Carrecedo!
¡Feeeu, Folch, Feeeu, Folch!,
¡Huuuuuuu!...
Bueno, me retiro de la ventanilla, voy a sentarme y
- ¡Caramba, Perico, tu por aquí! ¡Cuánto me alegro!
- ¡Querido amigo! ¿Que tal? No te conocí. Como estabas en la ventana y yo entré por la parte opuesta... ¡Aprieta, hombre!
Y nos dimos un abrazo.
- ¿Qué ha sido de tu vida? –me dice- Veo que estás gordo, relleno...
- Tal cual –le contesto- En cambio, tú no estás como esperaba verte. Te encuentro algo demacrado... ¿Que no te probó el viaje a Argentina?
- ¡Calla, por Dios! No fui a la Argentina. Me decidí a ir a América del Norte. Y cree que desde que divisé las costas americanas hasta que volví a pisar tierra española, mi vida ha sido un verdadero Calvario.
- ¿De veras?
- Y tanto. Figúrate que cuando llegamos a la vista de lo que a mí me parecía la tierra prometida, para el trasatlántico; y vemos venir un vaporcito que se acerca a nuestro buque, trasborda a unos señores y a varios individuos armados, nos inspeccionan a todos los emigrantes uno por uno, y a este quiero y al otro no quiero, se nos llevan a más de las dos terceras partes a una especie de lazareto flotante a pasar la cuarentena de observación...
- ¡Ah! ¿Es que todos estabais enfermos?
- Nadie. Todos estábamos más sanos que peces. Deber ser que a los yanquis les molesta la emigración, porque de otra manera no se explica... ¡Qué groseros son! Cualquiera se creerá que el reconocimiento que nos hacían era científico y detenido. Nada de eso. Aquello iba a ojo. – "Este hombre al lazareto... Esta joven que desembarque... Esta también... ¡A ver!... Ese mozo, al lazareto. – Pero... - ¡Silencio!... - ¡Me separan de mi hija! - ¡Que se calle usted! - ¡Cómo he de callar, si esto es inicuo! - ¡Pues al calabozo!"
Y así todo. El que protestaba, además de al depósito, iba al calabozo como un criminal. Un matrimonio alicantino que venía con nosotros y que para hacer el viaje a América había vendido los cuatro pedazos de tierra que constituían toda su fortuna, se vio separado de sus dos hijas por el capricho de aquellos bárbaros, que no atendían ni a súplicas ni a ruegos, ni a lágrimas ni a nada. Aún no se han vuelto a juntar con ellas.
- ¿No las encontraron?
- No pudieron ni buscarlas. Los infelices padres, como todos los que estábamos en observación, después de permanecer durante más de un mes en aquel presidio flotante, en alta mar, con el piso por cama, sin fuego, con un frío que atería, comiendo un escaso rancho indigesto, sufriendo moral y materialmente lo indecible, fueron embarcados, como yo y como todos, por orden del Gobierno yanqui y devueltos por la fuerza a la Península.
- Pero ¿y las chicas?
- ¡Quién sabe!
- ¡Eso es atroz! ¿Cómo no se formuló una reclamación ante el cónsul, que está precisamente para defensa de sus compatriotas!
- Primero, porque no se pudo bajar a tierra ni comunicarse con él; y segundo porque, aún pudiendo, los cónsules españoles en América del Norte, se mueven en el vacío... Todo su celo y buena voluntad se estrellan contra el despotismo yanqui...
- ¡Parece mentira!
- Si, caro amigo. Y aquí me tienes. He ido a Roma y no he visto al Papa. La Yanquilandia no se como será. Únicamente puedo asegurarte que de ella solo he visto a unos hombres muy rubios y muy mal educados, vestidos de personas civilizadas. y como consecuencia triste de su barbarie, muchos compañeros míos de emigración han sido separados, contra todo derecho, de sus mujeres o de sus hijas, sin saber a estas horas qué será de las desgraciadas en tierra extranjera. Quizás hayan muerto de hambre o quizás, que es lo peor, se hayan perdido ignominiosamente...
Ya ves cómo proceden esos Estados que tanto se ponderan por su progreso material. ¿Qué me importan sus ciudades provistas de todos los adelantos modernos de las ciencias y las artes? ¿Para qué los quiero, si entre tantas máquinas y tantos palacios no se alberga ni una chispa de compasión? Prefiero a tanto progreso cualquier mísera aldehuela española sin telégrafo ni carretera... Al menos, sus habitantes, aunque rudos, dan posada al peregrino y saben que todo hombre, como hijo de Dios, es un hermano y compañero de fatigas en este valle de lágrimas...
Y he aquí de qué manera un artículo que comenzó como algo alegre, ha venido a terminar, sin quererlo, en graves consideraciones, consecuencia fatal de este verídico relato.
ROBERTO 23 de agosto de 1913 Revista de Gandia
¡Ballesteros, Ballesteros!
¡Carrecedo, Carrecedo!
¡Feeeu, Folch, Feeeu, Folch!,
¡Huuuuuuu!...
Bueno, me retiro de la ventanilla, voy a sentarme y
- ¡Caramba, Perico, tu por aquí! ¡Cuánto me alegro!
- ¡Querido amigo! ¿Que tal? No te conocí. Como estabas en la ventana y yo entré por la parte opuesta... ¡Aprieta, hombre!
Y nos dimos un abrazo.
- ¿Qué ha sido de tu vida? –me dice- Veo que estás gordo, relleno...
- Tal cual –le contesto- En cambio, tú no estás como esperaba verte. Te encuentro algo demacrado... ¿Que no te probó el viaje a Argentina?
- ¡Calla, por Dios! No fui a la Argentina. Me decidí a ir a América del Norte. Y cree que desde que divisé las costas americanas hasta que volví a pisar tierra española, mi vida ha sido un verdadero Calvario.
- ¿De veras?
- Y tanto. Figúrate que cuando llegamos a la vista de lo que a mí me parecía la tierra prometida, para el trasatlántico; y vemos venir un vaporcito que se acerca a nuestro buque, trasborda a unos señores y a varios individuos armados, nos inspeccionan a todos los emigrantes uno por uno, y a este quiero y al otro no quiero, se nos llevan a más de las dos terceras partes a una especie de lazareto flotante a pasar la cuarentena de observación...
- ¡Ah! ¿Es que todos estabais enfermos?
- Nadie. Todos estábamos más sanos que peces. Deber ser que a los yanquis les molesta la emigración, porque de otra manera no se explica... ¡Qué groseros son! Cualquiera se creerá que el reconocimiento que nos hacían era científico y detenido. Nada de eso. Aquello iba a ojo. – "Este hombre al lazareto... Esta joven que desembarque... Esta también... ¡A ver!... Ese mozo, al lazareto. – Pero... - ¡Silencio!... - ¡Me separan de mi hija! - ¡Que se calle usted! - ¡Cómo he de callar, si esto es inicuo! - ¡Pues al calabozo!"
Y así todo. El que protestaba, además de al depósito, iba al calabozo como un criminal. Un matrimonio alicantino que venía con nosotros y que para hacer el viaje a América había vendido los cuatro pedazos de tierra que constituían toda su fortuna, se vio separado de sus dos hijas por el capricho de aquellos bárbaros, que no atendían ni a súplicas ni a ruegos, ni a lágrimas ni a nada. Aún no se han vuelto a juntar con ellas.
- ¿No las encontraron?
- No pudieron ni buscarlas. Los infelices padres, como todos los que estábamos en observación, después de permanecer durante más de un mes en aquel presidio flotante, en alta mar, con el piso por cama, sin fuego, con un frío que atería, comiendo un escaso rancho indigesto, sufriendo moral y materialmente lo indecible, fueron embarcados, como yo y como todos, por orden del Gobierno yanqui y devueltos por la fuerza a la Península.
- Pero ¿y las chicas?
- ¡Quién sabe!
- ¡Eso es atroz! ¿Cómo no se formuló una reclamación ante el cónsul, que está precisamente para defensa de sus compatriotas!
- Primero, porque no se pudo bajar a tierra ni comunicarse con él; y segundo porque, aún pudiendo, los cónsules españoles en América del Norte, se mueven en el vacío... Todo su celo y buena voluntad se estrellan contra el despotismo yanqui...
- ¡Parece mentira!
- Si, caro amigo. Y aquí me tienes. He ido a Roma y no he visto al Papa. La Yanquilandia no se como será. Únicamente puedo asegurarte que de ella solo he visto a unos hombres muy rubios y muy mal educados, vestidos de personas civilizadas. y como consecuencia triste de su barbarie, muchos compañeros míos de emigración han sido separados, contra todo derecho, de sus mujeres o de sus hijas, sin saber a estas horas qué será de las desgraciadas en tierra extranjera. Quizás hayan muerto de hambre o quizás, que es lo peor, se hayan perdido ignominiosamente...
Ya ves cómo proceden esos Estados que tanto se ponderan por su progreso material. ¿Qué me importan sus ciudades provistas de todos los adelantos modernos de las ciencias y las artes? ¿Para qué los quiero, si entre tantas máquinas y tantos palacios no se alberga ni una chispa de compasión? Prefiero a tanto progreso cualquier mísera aldehuela española sin telégrafo ni carretera... Al menos, sus habitantes, aunque rudos, dan posada al peregrino y saben que todo hombre, como hijo de Dios, es un hermano y compañero de fatigas en este valle de lágrimas...
Y he aquí de qué manera un artículo que comenzó como algo alegre, ha venido a terminar, sin quererlo, en graves consideraciones, consecuencia fatal de este verídico relato.
ROBERTO 23 de agosto de 1913 Revista de Gandia
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