miércoles, 6 de diciembre de 2006

LA GUERRA (1)

Durante muchos años, décadas, este diario, archivado como otros escritos del autor por la familia, ha significado una de sus más grandes pertenencias. El mismo transcurso del tiempo, la distancia, provoca que la anécdota contada pueda ser percibida como categoría, que en ella puedan verse reflejados tantos y tantos casos similares al personal aquí contado. La esencia de un sentimiento por tantos soportado: la del “otro” en campo del “uno”, la del superviviente en territorio comanche. Sus miedos, su impotencia…

No quiera verse otra cosa. Han sido cambiados muchos nombres, aunque son tantos los que aparecen, que quizás alguno se haya deslizado a nuestro pesar.

Valencia, diciembre de 2006

PROLOGO


Escribo la historia de la Guerra de Liberación vista desde Puebla del Duc, mi pueblo, del que no salí mientras duró la contienda, pues no se pueden considerar como salidas los cortos desplazamientos a los pueblos circunvecinos, con el fin de procurarnos víveres, cuando juzgábamos que no peligraba nuestra seguridad personal. Peligro lo había siempre, unas veces más, otras menos, desde el primero hasta al último día de la guerra. Bastaba que algún mal-alma de aquellos alimentase resentimiento, o sencillamen­te antipatía contra cualquier persona honrada, para que se la acusase de fascista, con todas sus consecuencias. Y según los rojos, era fascista todo clérigo, monja o devoto y cuantos no profesaban el comunismo, socialismo o anarquismo. Después de la protec­ción de Dios, me favoreció el que a nadie había ofendido y, por consiguiente, nadie me odiaba, lo que contribuyó muchísi­mo a que no desconfiasen de mi y a que me dejaran en paz, sin que me molestaran demasiado, no obstante ser del dominio público mi manera de pensar y obrar como católico monárquico.

No respondo de la rigurosa exactitud de todas las noticias y detalles referentes a la marcha general de la guerra y a sus reflejos en el mundo. Para eso ya están los buenos historiadores, con su imparcialidad y pericia. De lo que ocurría lejos de Puebla nos enterábamos por lo que creíamos leer entre líneas en la prensa roja, única que llegaba a nuestro alcance, y por lo que decía la radio de la parte Nacional, escuchada clandestinamente; o por lo que se transmitía de boca a oído entre la gente adversa a la barbarie.

De lo que sí respondo es de la exactitud de cuanto ocurrió en Puebla y de las alternativas de decaimiento y esperanza de nuestro ánimo en aquel período de tres eternos años, que jamás se deben olvidar.

El relato está hecho en forma de diario. A medida que las cosas sucedían las iba consignando, monótonamente, pesadamente en muchas ocasiones, como fiel reflejo de la opresión que nos asfixiaba.

Tal como lo escribí, sin corrección apenas, lo dejo a quien se revista de la necesaria paciencia que exige su lectura.




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LA GUERRA



Valencia, 14 de julio de 1936= Ha muerto Manolo, el hijo menor de los lejieros de la planta baja de nuestra casa. Contaba catorce años y era muy simpático y servicial. Estaba tísico y ha padecido mucho durante su enfermedad. Ha muerto sin recibir ningún sacramento, pues en su familia son de los de la cáscara amarga, comunistas activos y por tanto irreli­giosos acérrimos. Las hermanas, que dicho sea de paso, son unas gordas enormes, grasientas y asquerosas, como su madre, militan también en el comunismo. Una de ellas es presidenta de un casino comunista de la calle de García Trejo.

El entierro será mañana por la tarde. Será entierro civil, por supuesto. Me alegro de marchar a Puebla con mi familia mañana mismo, porque así no asistiré a la conducción del cadáver, pues me temo que los rojos tomen pretexto del fúnebre acto para hacer una manifestación marxista, como acostumbran. Y yo, la verdad, no quiero que al verme en el acompañamiento me tome nadie por un bolchevique.

Puebla del Duc, 15 de julio de 1936. = A las tres de la tarde hemos salido de Valencia en el auto de servicio. Mi madre política, al arrancar el auto, nos ha despedido llorando. No parecía si no que ya no nos hubiéramos de volver a ver.

En verdad que las circunstancias no son muy risueñas, que digamos, en lo que al orden público se refiere. Por todas partes se queman iglesias y conventos. No hace muchos días que la hermosísima iglesia de Fuente la Higuera ha sido incendiada. Antes, ha ocurrido lo mismo con las iglesias de Alcira y Carcagente y con el convento de Franciscanos de Benigánim. No hay día que no tengamos noticia del incendio de algún templo o convento, sin que baste a contener a los bandidos la consideración del mérito artístico o histórico de los edificios, archivos u objetos destruidos. Una furia impune se desata por varias regiones, especialmente en la valenciana, andaluza y catalana. En toda la línea del ferrocarril, desde Carcagente a Denia, en los pueblos costeros y en toda la comarca gandiense, no hay, desde hace un par de meses más que dos iglesias abiertas: la Colegial de Gandía y la parroquia de Santa María de Oliva. Muchas comunidades religiosas han tenido que abandonar sus residen­cias. Centenares de párrocos y otros sacerdotes, se han visto obligados a huir de sus feligresías, ya porque les han quemado sus templos y abadía o ya por que los han amenazado de muerte. Por Valencia se ven numerosos sacerdotes, fugiti­vos de los pueblos, donde la vida se les ha hecho imposible. Suelen reunirse muchos de ellos en la Derecha Regional Valenciana y pueden contarse allí por docenas y docenas a cualquier hora de la tarde. El Prelado no sabe cómo socorrer a tantos párrocos y vicarios que piden auxilio y cuyo número crece de día en día por modo alarmante.

Desde el repugnante asesinato del señor don José Calvo Sotelo, la persecución descarada contra la iglesia y sus ministros y personas religiosas, ha tomado un incremento enorme. Las autoridades no hacen absolutamente nada por garantizar el orden y el derecho. Al contrario: estamos íntimamente convencidos de que son ellas las que fomentan los desmanes de la gentuza. Tienen amordazada a la prensa sensata, a la que no dejan ni siquiera dar noticia escueta de los incendios y otros vandalismos, ni muchísimo menos se le consiente protestar por cualquier atropello. Si se envía la fuerza pública al lugar de cualquier suceso, va más para proteger a los forajidos que para defender a las víctimas. Así sucedió en Carcagente, cuando el incendio de la iglesia parroquial, en que se vio a los guardias conversando campe­chanamente con los incendiarios. Y en otros puntos ha ocurrido lo mismo.

Han llegado las cosas a tal extremo que no ya solo los sacerdotes, sino hasta muchas personas caracterizadas de derechas, han tenido que refugiarse en el extranjero, principalmente en Portugal. Joaquín Ballester, su hermana y la criada, Pascual Arbona Garrigues y toda su familia y muchos conocidos míos, hace ya varias semanas que están en Lisboa y otras poblaciones de aquella nación.

Los socialistas y comunistas y los de Izquierda Republi­cana, están inaguantables. Hay que ver las arrogancias y provocaciones que gastan. En sus periódicos no hacen más que insultar y calumniar sin descanso a las derechas, a las que llaman fascistas, aunque no lo sean. A todo el que no es del Frente Popular lo llaman fascista, cuadre o no cuadre.

Como resultado de todo esto se respira un ambiente de inquietud y alarma muy intenso y general. Las derechas están recelosas y atemorizadas, con sobrada razón. Los del Frente Popular, aunque lo disimulen, también no las tienen todas consigo: han cometido demasiadas atrocidades para que a pesar de su criminal osadía no teman alguna reacción desesperada de los perseguidos.

Se dice de público, con mucha insistencia, que se prepara una formidable sublevación militar contra el régimen este, promotor y protector de tanta brutalidad... Un subofi­cial de artillería me ha dado a leer una proclama que circula entre los militares.

No es de extrañar, pues, que la mamá se haya mostrado tan afligida al despedirnos. ¿Qué hubiera sido mejor? ¿Quedarnos en Valencia? Yo qué sé! En la Puebla parece que hay quietud. Aquí mucha gente nos quiere. A nadie hemos hecho nunca ningún daño; y cuando se ha presentado ocasión de hacer favores, los hemos hecho de todo corazón. Dios nos asistirá y que sea siempre lo que Él quiera.

La mamá hubiera querido venir con nosotros; pero hace ya quince días que Amparín y su abuela Amparo están en Broncha­les para que se robustezca la salud de la chica; y Víctor se ha quedado en casa. Pero cuando Víctor se vaya a ver su hija unos días, hará la mamá una escapada para estar con nosotros una pequeña temporada. De cuando en cuando irá y vendrá y así será la separación más llevadera.

Aquí, en el pueblo, parece que se está bien: tranquili­dad completa y salud buena.
Todos nos dicen que no temamos, que nada malo puede ocurrir.

Bien hemos hecho, pues. Que Dios nos ampare y vivir para ver qué pasa.

Puebla del Duc, 18 de julio de 1936. = He ido a nuestro casino de Derecha Regional Agraria. Ya no es tal casino. Hace un mes que se ha disuelto el círculo y que ya no hay ni siquiera comité del partido en este pueblo. El desastre de las últimas elecciones causó tal decepción y desaliento en los escasos y tibios derechistas de la Puebla, que desde aquel día puede considerarse deshecho el grupo. Somos unos hombres! El caso es que aunque muy poco a poco, el partido iba aumentando aquí. En las primeras elecciones obtuvimos sólo 19 votos. En las otras, 76. Y en las recientes, más de 200. No obstante, al ver el resultado general de estas últimas, el acobardamiento de los derechistas poblanos ha sido definitivo. Y es que somos muy valientes de cara al triunfo; pero en cuanto éste nos vuelve la espalda, se acabó la constancia y la guapeza.

A pesar de no tener, pues, casino propio, nos seguimos reuniendo en el mismo local. Vamos muy pocos; Vicente Fayos Ferrando (el Llarc), Ladislao Soriano, Augusto Bataller, el maestro D. Emiliano Alvarez Francisco, el señor cura D. Roque Soliva, Herminio Martinez (Ramonet el Fuster), Vicente Gosalbo Camarena, su hermano Salvador, Eliseo Boscá y alguno que otro más. Los domingos aumenta algo la concurrencia, pero no de derechas.

Apenas he entrado hoy me ha dicho Augusto Bataller:
- ¿Sabes que el Tercio se ha sublevado en Marruecos?
- ¿Cómo es eso? -repliqué espantado- ¿En qué sentido?
- En sentido monárquico. Pero parece que el Gobierno sofocará rápidamente la sublevación.
- Esa gente está loca, loca! -dije yo- ¿Cómo es posible que pueda triunfar? ¿Quién les va a seguir? Los monárquicos no tienen alma par secundar el movimiento. Los fascistas son muy pocos. Los carlistas quizá se atrevan, pero salvo en el Norte, hay escasos en el resto de España. En cuanto a los militares, ya sé que querían sublevarse, mas a favor de la Monarquía; pero con el soldado no sé si pueden contar. Ya verás qué desastre. Ahora el Gobierno tomará pretexto de lo que pasa para darla contra nosotros; y los rojos de seguro que ya están bailando de contento al pensar lo que se van a divertir a costa de las personas decentes. Como que los del Frente Popular no estaban deseando otra cosa!.

- Lo mismo pienso yo. Nosotros seremos los paganos.

19 de julio de 1936. = Cuando hoy tomábamos café en el casino, la radio de Valencia daba detalles de la sublevación. Por momentos iba a quedar dominada. El Gobierno había dispuesto que marchasen tropas a Sevilla, foco principal del levantamien­to...

Ah, ¿Pero también se han sublevado en Sevilla?

En Madrid -seguía diciendo la radio- está sitiado, dominado casi, el Cuartel de la Montaña...

¿Pero en Madrid también?

En Barcelona -proseguía la radio indicada- solo se han sublevado la Infantería y la Caballería.

¿También en Barcelona?

En Canarias, no tardará mucho el Gobierno en imponer su autoridad y ya están dadas las órdenes de mandar fuerzas suficientes...

¿De modo que Canarias además?

Pues esto es más grave de lo que pensábamos!

Luego se ha conectado con Sevilla. Hablaba el general sublevado Queipo de Llano. Decía así, en sustancia: - "Españoles!: Viva España y viva la República!"...
Pues ya no es monárquico el movimiento, como el Gobier­nos nos decía ayer.

- "El Ejército español, con todos los buenos patriotas, asqueado de un Gobierno que deshonra a España, ante el mundo civilizado, se ha puesto en pie para derribar a esos cana­llas, vendidos a Rusia y que han implantado en nuestra patria unos procedi­mientos indignos de nuestra gloriosa historia. No es posible ya sufrir tanto crimen, tanto incendio, tanto robo y tanto asesinato. Queremos vivir como españoles y no como esclavos de la pillería internacional"...
Y así por el estilo.

A continuación nos ha dicho que en Burgos se había constituido el Gobierno Nacional (que ese nombre han adoptado los sublevados) y que rápidamente se van recibiendo adhesio­nes entusiastas de casi toda España.

Seguidamente ha dicho que no se asusten los radio-escuchas si oyen disparos de cañón. Es que en el barrio de Triana quedaba un grupo de marxistas que no querían someterse y que iban a ser reducidos.

En resumen: Que se han sublevado en Marruecos, Canarias, Sevilla, Burgos, Madrid, Barcelona... Ya veremos qué va a salir de todo esto.

En la Puebla, mucha gente no se ha enterado de nada todavía.

21 de julio de 1936. = Empiezan todos en el pueblo a darse cuenta de la gravedad de lo que está ocurriendo. Ya no se habla de otra cosa.

Por noticias de la radio facciosa -pues la del Gobierno lo da todo por vencido- la sublevación domina ya toda Galicia, el Reino de León, Castilla la Vieja -menos Santan­der-, Asturias y Aragón. En Albacete también se han subleva­do.

El Tercio ha pasado a España. En Navarra diez mil requetés se han unido a los sublevados y se han puesto a las órdenes del coronel Aranda.

¿Será posible que triunfe el movimiento, que es esen­cialmente antimarxista? Su magnitud ya no puede negarse. Pero dudo que en Valencia triunfe pronto. Están aquí los rojos demasiado envalentonados y hay que ver el entusiasmo que sienten. Se ha formado en todos los pueblos, por orden superior, un Comité de Enlace del Frente Popular, cuya misión es, según dicen, la vigilancia y persecución contra el fascismo. Dios nos tenga de su mano! Porque llaman fascista a todo el que no forma en el Frente Popular.

El Comité de Puebla esta compuesto por individuos del partido socialista, del comunista, del sindicalista y de izquierda republicana. En dicho Comité llevan la voz cantante el sastre G -que es tuerto-, un tal R, un tal P, S B, un Gu, uno que se apoda P-P y otros que ya irán saliendo. RLL , criador de vinos, figura en el Comité como asesor. Éste es el más decente. Los otros son los más indeseables del pueblo.
Hasta ahora, nadie nos ha molestado en nada.

22 de julio de 1936. = Han dado orden de cerrar la iglesia con la excusa de que así estará más bien guardada y defendida de cualquier desmán de los alborotadores. Como si para incendiar o asaltar los templos necesitase la canalla encontrarlos abiertos... Pero está visto que la inmediata es proceder contra la Iglesia y los fieles. Ya hoy, por primera vez en la vida, fuera del Viernes Santo, se han dejado de oír los sones de las campanas.

El señor cura está en la Abadía y aparece sereno. Le han dejado las llaves, pero le han prohibido que celebre ni deje entrar a nadie en la iglesia, ni que entre él mismo demasia­do.

Esta noche, hacia las once, estando yo en el casino, ha venido allí Nasio el alguacil con un oficio dirigido al presidente y al secretario de la Derecha. El secretario, que es Primitivo Martínez, estaba allí y ha leído el oficio, firmado por el alcalde y que dice que si antes de dos horas no se entrega la lista de socios y los libros de la sociedad, la autoridad clausurará el local. Primitivo ha ido al ayuntamiento y ha dicho que la Derecha quedó disuelta hace más de un mes; pero aunque no estuviese disuelta, no se podía cumplimentar la orden, porque ni ha habido lista, ni libros ni nada que se le parezca.

En Andalucía son cinco las provincias sublevadas: Sevilla, Córdoba, Granada, Cádiz y Huelva. Esta última ha sido tomada por un tal Carranza, al frente de varios centena­res de paisanos armados. El Carranza es amigo de mi cuñado.

La radio Valencia decía esta tarde que en Rio Tinto se estaba formando un tren de mineros para dirigirse al corazón de Sevilla y aplastar a los fascistas. Ahora veremos si esto será tan fácil, porque por lo poco que se va sabiendo y confirmando, la sublevación es formidable.

23 de julio de 1936. = Por la radio rebelde se sabe que los mineros de Rio Tinto que iban a Sevilla -al corazón de Sevilla- para aplastar a los facciosos, han sido ellos los aplastados o pulverizados. El tren en que iban ha sido hecho cisco. Unos trescientos muertos han dejado los rojos sobre el campo.

El Cuartel de la Montaña, en Madrid, que se había sublevado, se ha rendido. Los jefes y oficiales de aquel cuartel, fueron antes asesinados por la tropa.

En Barcelona ha sucedido lo mismo. Qué difícil será que los rebeldes venzan si han fallado Barcelona y Madrid!.

En Valencia no se ha sublevado la guarnición, pero se desconfía de ella, principlamente de la oficialidad y de muchos suboficiales.

No circulan los trenes que van a Madrid, porque las fuerzas que hay en Albacete están sublevadas y son dueñas de la estación.

Hoy han comenzado a rondar y hacer guardias por el pueblo, grupos del Frente Popular de la localidad. Van armados con escopetas de caza.

Se ha publicado un bando del Comité ordenando, bajo las más severas penas, que en el plazo de veinticuatro horas se entreguen en el Ayuntamiento todas las armas de fuego que tengan los particulares. Yo tenía una escopeta vieja, sistema Lafauché, de un cañon y la he buscado largo rato, sin encontrarla. Por fín, recuerdo que se la dejé a Batiste Perelló, hermano de mi jornalero. El la debe de tener, pues. También tengo un fusil y una carabina Remington, dos bayone­tas y más de veinte cartuchos. Esto procede de cuando yo era somatén en Gandía. Pero ¿cómo entrego yo todo esto en el ayuntamiento? Dado el deseo que la gente tiene de cogerse a un pelo que sea, para fastidiar, no me valdrán explicaciones y dirán que tengo un depósito en mi casa para armar a los fascistas de Puebla -que no hay ninguno- y dar un golpe de mano. Lo mejor es ocultar bien esas armas, puesto que nadie sabe que las tengo. Poseo también una star de nueve tiros, pero tampoco la quiero manifestar. La necesito para mi defensa. La casa es muy grande y tiene mil escondrijos. En caso de que registren sabré ocultarla.

No merece la pena que considere como armas dos pistole­tes antiguos que tengo y que conservo como curiosidad. Supongo que por ellos no me puede pasar nada.

Está mandado que para viajar se provea uno cada vez de un salvoconducto que facilitan los Comités. El que viaja sin este documento, es detenido y castigado.

No se puede entrar ni salir del pueblo antes de las siete de la mañana ni después de las seis de la tarde.

24 de julio de 1936. = Hoy ha venido a casa Nasio el alguacil a decirme que me llamaban en el Comité. Le he preguntado que para qué me querían. Me ha respondido que debía ser para pedirme dinero, pues estaban haciendo ir a todos los de derechas para pedírselo. A ver, pues, si me exigen una barbaridad, porque son tan brutos que todo es de temer. He ido; y efectivamente, el sastre tuerto me ha pedido cien pesetas. Le he hecho presente que de pronto no las tenía, pero que me fijase un plazo para entregarlas y haría lo posible para complacerles. Me ha contestado que se esperarán seis días.

Maldita sea mi estampa! No me faltaba más que esto. No tengo ni un cuarto. Mi pobre suegra es la que nos está manteniendo y llevando todo el peso de la casa. Y encima de que yo no ayudo en nada, ahora resulta que también tendrá que pagar este gasto extraordinario; porque si ella no lo paga esos bestias serán capaces de cometer conmigo cualquier atrocidad.

En fin: sea lo que quiera. Ya veremos. Aún faltan seis días. ¿No podrían vencer los sublevados en ese tiempo? ¿No querrá Dios hacer un milagro?

Las noticias que se reciben son de que el alzamiento es gravísimo. Se ve que los sublevados disponen de grandes recursos en hombres y dinero. Han traído muchos moros marroquíes, excelentes soldados. Han creado varias banderas más de la Legión, que al momento han visto cubiertas sus plazas. Y los choques con las fuerzas del Gobierno Rojo -que así debemos llamarlo- son espantosos.

Esto no obstante, el Gobierno rojo quiere hacer ver que todo lo tiene vencido y que dentro de unos días estará plenamente restablecida su autoridad en toda España.

El Gobierno rojo ha publicado un decreto, difundido por la radio, aconsejando a los soldados de la otra parte, que no obedezcan a sus oficiales y que los maten, pues con ello prestarán mejor servicio a la Patria, a la causa obrera y a la libertad...

El señor cura no custodia ya las llaves de la iglesia. Por orden del Comité ha tenido que entregarlas.

Dos de la madrugada del día 25, festividad del Apóstol Santiago. = Esta mañana se han casado Josefina Gosalbo García y don Emiliano Alvarez Francisco, maestro nacional. La ceremonia se ha celebrado en la Casa-Abadía, casándolos el señor cura. Ha sido el primer matrimonio por la Iglesia, fuera de la iglesia.
Que Dios los haga muy felices.

25 de julio de 1936. = Anoche, cuando antes de acostarme escribía la nota de ayer, se clausuró por orden del Comité el casino que fue de la Derecha. No deja de ser una majadería, porque el círculo de la Derecha ya estaba disuelto desde hace varias semanas. En resumidas cuentas a quien han perjudicado ese a Juanita Santamaría, la dueña del local, que se verá privada de los ingresos de su industria. En cuanto a nosotros, lamentando en serio que Juanita salga perjudicada, diremos como aquél: "Ahí nos las den todas".

El Gobierno rojo ha recuperado Albacete. Con ello crece todavía más el inmenso optimismo y entusiasmo que embarga a esta gente. Hay que ver lo alegre que está. Se creen definitivamente victoriosos y como a tales obran.

Es curioso el gran número de autos que van y vienen, ocupados por escopeteros de los pueblos. No sé a qué vendrán. Todos los autos llevan carteles, unos dicen: "Requisado por la U.G.T." o por la C.N.T, o por la F.A.I. o por I.R... Esto parece un baile de letras del abecedario.

No se oye más que "La Internacional" y el himno de los anarquistas, ese que empieza diciendo:

"Levántate, pueblo leal,
al grito de Revolución
Social"...
y que más bien debiera decir:
"Levántate, pueblo animal,
al grito de Revolución
Bestial"...

porque pone los pelos de punta oír las salvajadas que están haciendo esos bárbaros. En Valencia han encarcelado a infinidad de personas honorabilísimas, por el grave delito de pertenecer a partidos de derechas o simplemente por profesar ideas derechistas, aunque no figuren afiliados a ningún partido. Los sacerdotes, los frailes y las monjas han tenido que escapar o esconderse; y los que han sido habidos han muerto asesinados sin piedad a manos de los rojos. En muchas poblaciones, así grandes como pequeñas, han incendiado las iglesias, ermitas, conventos, colegios de religiosos, etc. Un horror. Y a todo esto la autoridad dice con el mayor cinismo que no ocurre absolutamente nada y que ella garantiza el derecho de todos los ciudadanos. Pues vaya una garantía!
Como el casino que frecuentábamos está clausurado, vamos algunos derechistas al de Chimet. Allí nos reunimos Ladislao Soriano, Augusto Bataller, Ramonet el Fuster (Herminio Martínez), Eliseo Boscá y don José Sala, casado con doña Carmen Arbona, hermana de la mujer de Ladislao. Dicho señor Sala está casi ciego y ha sido siempre republicano. Es partidario de los sublevados, pero lo disimula.

Pues bien: Hoy, tomando café en dicho casino, oíamos la radio valenciana y nos hemos colmado de indignación y vergüenza. Estaban ardiendo la catedral, la capilla de la Virgen y las iglesias de San Juan y de San Martín! Se oía la vez del gobernador civil Cano Coloma, quién dirigía a los valencianos una vibrante alocución, apremiándoles para que acudiesen a la catedral y a las demás iglesias a sofocar los incendios que tanto deshonran la causa del Frente Popular... Todos a impedir aquellos vandalismos inútiles y a salvar los tesoros inmensos de historia y de arte que se conservan en los templos y cuya destrucción es el mayor signo de incultura que desacredita a un pueblo ante la civilización mundial... A continuación y en forma semejante, ha perorado Uribe, jefe de los comunistas: No más incendios! No más destrucciones! Como jefe del partido comunista ordenaba a sus afiliados que cesasen en todo acto violento y que no cooperasen en atropellos de tal índole.

Sí, sí. Todo estaba muy bien; pero eso, antes. La catedral quedaba destruida; y la Virgen; y San Martín; y San Juan, con su hermosísimo techo, pintado por Juan de Joanes, como el de la Virgen, pintado por Palomino...

Hemos quedado sin palabra. ¿Qué pretenden los dirigentes rojos? ¿Dejar a España sin tesoro artístico? ¿Aniquilar las obras sublimes que los extranjeros nos envidian? ¿Embrutecer a esta nación desgraciada? ¿Aniquilarla? ¿Y son españoles los que encaminan a la masa obrera a fin tan indignante? Porque el trabajador no sabe lo que hace. El pueblo no es bueno ni malo: es lo que quieren que sea los que lo conducen. Que el pueblo haga esto o lo otro, para bien o para mal, no es maravilla. Aquí, como siempre, los culpables son los que han sabido apoderarse de la masa... ¿Por qué la inducen a esas tropelías? ¿Qué ventaja reportan a la civilización? ¿Todo esto no será obra de esos enemigos seculares de nuestra nación y raza? ¿No será esto una venganza de la horrible secta? Con tal de deshonrar a España, todo está bien. Y lo que se busca es eso: deshonrarla, desacreditarla, prostituírla. Si para ello es preciso aniquilar el arte y la ciencia española, se aniquilan. No es que se robe y se traslade a otra parte, no: hay que destruír, porque así no aparecerá que los cristianos españoles han sido genios inmensos en la ciencia y en el arte. El odio no puede ser más satánico. Si pudieran borrar hasta el recuerdo de la noble España, lo borrarían. Y allá va el pueblo, sin saber a dónde va.

Pero Señor! Si las cosas están tan claras! Es un delito en España gritar "Viva España"! ¿Se quiere claridad más luminosa? ¿Se ve bien que la guerra es de la España contra la anti-España? ¿Se necesitan más datos? ¿Aún se duda? ¿Todavía hay papanatas?

Hervimos de impotente rabia. Quién tuviera facultad de pasar a la otra parte, a luchar, hasta vencer o morir!

Se murmura que se quiere incendiar la iglesia de la Puebla, pues ¿qué se diría si aquí no se hiciera esa hombrada? Ya se han quemado las de Cuatretonda y Benigánim. ¿Y en la Puebla habrían de ser menos?

Comentando esto con Benjamín Pastor, mi vecino, me ha dicho, muy serio, que él está seguro de aquí en la Puebla no pasará nada, ni se quemará nada, ni se asesinará a nadie, porque el Comité está muy fuerte en que no ocurra ningún suceso desagradable y, sobre todo, que los de Izquierda Republicana están empeñados en que no se cometan desmanes y no los consentirán, pues no faltaba más!... Le he replicado que no me fiaba ni pizca de los del Comité, que son los más granujas del pueblo; y que en cuanto a los de Izquierda, no son más que unos idiotas que nada pintan y que no van a ninguna parte. Y si, no al tiempo... No ha querido convencerse...

Eleuterio Climent, mi otro vecino de a mano derecha, vino a verme ayer, después de anochecido, y me advirtió que iban a ir agentes del Comité haciendo registros por las casas de los que no son del Frente Popular; y que como a su casa no han de ir, porque él figura en Izquierda, podría yo darle las armas que tuviera y ya me las devolvería cuando no hubiese peligro. Le entregué la star, que siempre llevaba encima, y un centenar de proyectiles. En cuanto a las otras armas, no, porque creo que están bien guardadas.

Quedo muy agradecido al amigo Eleuterio por su aviso y disposición favorable.

Esta mañana, hacia las once, ha pasado por delante de casa un grupo dedicado a registrar los domicilios de los derechistas. Salía yo de casa de Eleuterio Climent y me han llamado: "Don José, don José!"; pero yo no lo he oído y he entrado en mi casa, asomándome al balcón, donde estaba Berta, quien me ha dicho que aquellos hombres me llamaban. He salido al momento a la calle y les he dado excusas de no haberles atendido en el acto, por no apercibirme de que me llamaban. Muy respetuosamente me han preguntado si tenía armas de fuego y les he respondido que hace más de un año que le dejé a Batiste Perelló, allí presente, una escopeta vieja de un cañón, que él la debía tener y que, desde luego, quedaba por mí, en aquel acto, manifestada y a disposición del Comité. Además les he dicho que tengo también un pistolete antiguo, de un cañón, de esos que se cargan por la boca y que para usarlos hay que hacer estas sencillas y previas operaciones: Poner la pólvora; después un trozo de papel; apretar con la baqueta; colocar la bala, que es redonda; poner otra porción de papel; volver a atacar; cebar bien el oído del cañón; y aplicar el pistón a dicho oído. Luego de todas estas manipulaciones, se intenta disparar si llega el caso; y si el cañón no revienta y el disparo sale y no hace blanco, se ruega al adversario que tenga la bondad de esperarse. Y se vuelve a comenzar. Si les interesaba el arma descrita tendría sumo placer en entregarla. Se han reído en grande con mi declaración y se han ido, no sin antes hacerles presente que mi casa está a su disposición para registrarla siempre que quieran.

Uno de los que iban en esa ronda es un tal Rubio, albañil de Masarrochos, casado con una hija de mi arrendatario Francisco-Vicente Fayos Cervera, alias Saurí. Parece que es uno de los mangoneadores. Es bajito. Muy atento. A nosotros nos ha servido en Valencia alguna vez.

De aquí se han ido a otras casas, portándose educadamente y rogando que perdonasen la molestia. En mi calle han registrado tan solo la casa de Primitivo Martinez. En otras calles han entrado en casa de Ramonet el Fuster, tío de Primitivo, en la de Ladislao Soriano, en la de Vicente el Llarc y en algunas más. Total, nada.

Si llegan a registrar en la mía y lo hacen bien... No quiero ni pensarlo.

No podemos comentar en voz alta nada de la guerra, pues por todas partes hay espías. Únicamente a hurtadillas y con el mayor disimulo nos cambiamos nuestras impresiones. Yo voy comenzando a creer que ganarán los rebeldes. Las noticias que podemos obtener, así nos lo hacen esperar.

Como está prohibido conectar con las estaciones rebeldes, bajo pena de ser considerados facciosos (y ya se sabe esto lo que significa) hemos de sacar el hilo por el ovillo, es decir, por las mismas noticias que da el Gobierno rojo, bien por sus estaciones de radio o bien por sus periódicos. La prensa contraria está incautada por los extremistas y es chocante ver al "ABC", "Las Provincias", "El Debate" y otras publicaciones genuinamente antimarxistas escribir y producirse en rojo y aplaudir a este Gobierno a más no poder. Casi nadie compra esa prensa. Y nosotros, por supuesto, ni ésa ni la otra.

Al ir a cenar he recibido aviso del Comité para hacer guardia mañana o dar esta noche cinco pesetas a fin de poner un sustituto. Si lo primero, me he de presentar en la Casa Consistorial a las tres de la madrugada.

Aquí ya disponen de uno cómo les parece.

No quiero dar el duro.

Haré la guardia, a ver qué es eso.

26 de julio de 1936. = Me he levantado a las dos y media; y a los tres cuartos para las tres he ido a la Casa de la Villa a ver cómo se guisaba eso de la guardia.

Al poco rato ya estábamos todos los designados: la friolera de cincuenta hombres. Si en un pueblo de tan poca importancia y tan lejos de los puntos de combate, se movilizan cincuenta hombres para la defensa ¿a cuántos hubieran llamado estos valientes si el enemigo llega a estar cercano, en Játiva por ejemplo? Probablemente a nadie.

Allí estaba Ramón Boscá -el de la Plantá-, teniente retirado de artillería. Como soldado leal al Gobierno se ha ofrecido al Comité y éste ha aceptado sus servicios, nombrándole inspector y organizador de las guardias. El pobre Ramón está medio ciego y mal puede inspeccionar lo que a duras penas ve; pero eso de tener a un oficial de artillería a las órdenes, da mucho prestigio y categoría.
Quien verdaderamente dispone y ordena en eso de la fuerza y se da un postin mayúsculo, aunque con bastante campechanía, es uno apodado el B, a quien yo llamaría Pasitos Dulces, por lo menudos y acelerados que los gasta.

A mí y a mi jornalero Domingo, que también le ha tocado hacer la guardia, nos han destinado a la puerta del convento, desde las cuatro a las ocho; y luego otra vez desde las doce a las cuatro de la tarde. Nuestra misión ha consistido en vigilar la entrada de forasteros. A todo el que veíamos que entraba, como no fuese vecino del pueblo, le pedíamos el salvoconducto.

Para prestar el servicio me han armado con una escopeta de sistema Lafuché, de un solo cañón, vieja y deteriorada. Como el cuarto de las comunicaciones estaba cerrado y la llave la tenía el presidente del Comité, que estaba durmiendo, no me han provisto de ningún cartucho, ni a Domingo tampoco. Y allí nos tenían ustedes a los dos, a la puerta de la clausurada iglesia del convento, más ternes que Gerineldos, con un par de escobas en la mano -que eso son las armas de fuego sin municiones- y dispuestos a defender, hasta perder la vida, la sagrada causa de los asesinos, incendiarios, ladrones y analfaburros. Por fin, a las seis, ha venido el alguacil al convento y nos ha dado a cada uno tres cartuchos cargados con postas!

Yo le he preguntado a Domingo:
- Suponte que ahora llega una partida de facciosos ¿Qué harías tú?
- ¿Yo? Apretar a córrer!

- Eso: echaríamos a correr y dispararíamos al aire para dar la alarma; y ya dispondrían los bizarros dirigentes lo que mejor pensaran.

Nuestra guardia ha transcurrido sin novedad, gracias a Dios.

Las noticias que hoy he podido averiguar, de personas que tienen aparato de radio y conectan, adoptando infinitas precauciones, con las emisoras facciosas, son de que los sublevados están fortificadísimos en la cordillera del Guadarrama, encima de Madrid, como quien dice, y desde allí amenazan a la capital.

El Gobierno de aquí ha llamado a varias quintas. Y los partidos del Frente Popular organizan columnas de voluntarios por su cuenta y razón, cubriéndose inmediatamente sus plazas, pues los obreros sienten enorme entusiasmo. Las pagas son tremendas: diez pesetas diarias, mantenidos, vestidos y tabaco. El alistamiento es imponente. Mucha fuerza han de tener los contrarios para lograr vencer.

Esta noche ha venido de Valencia la mamá, con su criada, María Gómez Onrubia, que es de Casas Ibañez. La mamá cuenta horrores. Vio desde casa las humaredas de los incendios de San Juan y San Martín y el alborozo del populacho que volvía en camiones y a pie de incendiar la catedral y la capilla de la Virgen. Gritaban, cantaban y reían. Nadie les impidió el paso, ninguna fuerza reprimió las fechorías, ni autoridad alguna se presentó a detener la barbarie, sin embargo de perorar desde la radio pronunciando frases elocuentes.

Dicen que la imagen de la Santísima Virgen de los Desamparados tiene en la cara la señal de un tiro. Es la llamada Virgen del Cabildo, que desde algunas semanas sustituía en el altar a la verdadera. Esta, según se asegura, la ocultaron hace ese tiempo para evitar posibles profanaciones.

Valencia ha sido tan cobarde que no ha querido morir defendiendo a su Patrona! Aquella Valencia que parecía una neurasténica, gritando con locos espasmos cuando veía a su Virgen paseando triunfalmente por las calles!

Han registrado varias veces la casa de Víctor, primero par ver si había armas y luego para llevárselo a él. Pero no se queda en su hogar ni va apenas por allí, sino que pasa el día en el domicilio de cualquier amigo y la noche en el de otro. Al ver mamá que no le hace falta, ha venido.

29 de julio de 1936. = Como hoy terminaba el plazo para dar en el Comité la cantidad impuesta, he ido a entregar setenta y cinco pesetas a cuenta de lo exigido, rogando al sastre tuerto se esperara unos cuantos días más a recibir lo restante, pues hoy me era absolutamente imposible. Me ha dicho que bueno.

Aunque no me viene nada bien desembolsar ni un solo céntimo, pues no estoy sobrado de dinero, es el caso que sí que hubiera podido entregar los veinte duros; pero he preferido hacerlo de esta manera para dar la nota de penuria que ahora es convenien­te.

Al pedir resguardo de la entrega me ha dicho el sastre que ellos no dan recibo de nada de lo que piden... No está mal. Así quedan con las manos libres para meterse en los bolsillos lo que les dé la gana. El latrocinio no puede ser más claro. Y la frescura, tampoco.

Han pedido mucho dinero a los desafectos. Incluso a personas de Izquierda, a quien ellos califican también de fascistas encubiertos y a las cuales odian más que a los derechistas declarados, han sacado cuartos, quieras o no quieras. Porque los que mandan y cortan por donde les parece, son los socialistas y comunistas, que desprecian soberanamente a los de Izquierda, no obstante ser componentes del Frente Popular y tener representación en el Comité. Con lo que resulta que los bizarrísimos señores izquierdistas están representando un hermoso papel de estraza.
Yo soy, a pesar de mi filiación política, uno de los menos vejados. A Vicente Fayos el Llarc, le han sacado mil pesetas; a Arcadio Climent, mil también; a Dolores Gomar Capsir, otras mil; a Emilio Fayos, Arcipreste de Jijona, dos mil; a Ladislao Soriano, mil; a Augusto Bataller, quinientas; y así por el estilo a otros muchos más.

Y no dan recibo. Ole tu madre! Tenemos el deber de fiarnos de tan respetables caballeros, honra y prez de la granujería de toda la comarca.

Fuera del ir y venir de muchos autos y camiones con gente forastera, que armada hasta los dientes va recorriendo los pueblos, sin que haya podido enterarme de la finalidad de tanto movimiento, nada que sea digno de contarse puedo consignar en este día.

30 de julio de 1936. = La fecha de 30 de julio, día de los Santos de la Piedra, de 1936, jamás podré olvidarla, aunque viviera siglos y siglos. En este día, toda brutalidad tuvo su asiento.

Ya por la mañana, hacia las ocho, comenzaron a venir al pueblo autos y camiones con hombres armados, procedentes de pueblos del rededor. Vino también un camión de Jeresa, con una veintena de escopeteros de allí. Los otros autos, después de conferenciar sus ocupantes con los individuos del Comité, se marcharon, pero otros volvieron; y en toda la mañana no paró el ir y venir de la gentuza.

Yo salía de casa muy pocas veces, pues ni siquiera iba ya al casino de Chimet, porque me apercibí de que al dueño le hacía poca gracia que los de derechas fuéramos a su establecimiento, no sucediese que los rojos le exigieran cuentas de nuestra asistencia. Me recluí en mi domicilio y apenas se me veía el pelo por la calle, sobre todo si había canalla forastera. Dicho se está que en el día de referencia me guardé muy bien de salir ni a la pared de enfrente.

Estábamos intrigados.. ¿Qué se proponían aquellos palurdos? Y los de Jeresa ¿qué hacían en el Comité horas y horas?

Hacia las once me hallaba en el balcón, detrás de la persiana, cuando vi desembocar en mi calle, viniendo por el campanario, un tropel de hombres con escopetas. Lo menos serían doscientos, casi todos de la Puebla y algunos forasteros. ¿A dónde irían? ¿Vendrían a registrar mi casa? Pero se pararon frente a la de Gilberto Llinás, situándose también en las calles de Malta y Enmedio, en el callejón de la Aurora y en la plaza de la Iglesia, vigilando toda la manzana. ¿Qué sería aquello, Dios Eterno?
Movían gran algarabía y obligaban en todas las casas a levantar las persiana y cortinas y cerrar todos los balcones y ventanas. Como la persiana de casa es tan pesada y mi suegra no podía con ella, la ayudé a subirla y no pude hacerlo del todo, por haberse roto una cuerda. Les pregunté si ya estaba bien y me respondieron que sí, pero que en seguida me fuese a dentro y cerrara las puertas.
- Al que s'asome, fòc! -gritaban.
De todos modos, miré por una ventanita del último piso y vi que estaban con gesto fiero, afianzados los pies, el arma preparada y mirando a los tejados; haciendo el indio, sencillamente, porque no se veía a nadie encima de las tejas. Como no fuera algún gato rabioso que anduviese por aquellas alturas...

En resumidas cuentas era que los de Jeresa buscaban, para matarlo, a uno que había sido alcalde de su pueblo y que, cuando estalló un motín, no me acuerdo por qué causa, requirió el auxilio de la Benemérita, que fue tiroteada, por lo que ésta se vio en la necesidad de disparar, matando a siete u ocho e hiriendo a bastantes más.

El mencionado ex-alcalde perseguido es pariente de las Planas, que tienen casa en la Puebla, al lado de la de Llinás. Por eso habían venido los de aquel pueblo, a ver si lo atrapaban aquí, ayudados por esta gente.

Un grupo registró las casas de la manzana, sin que nada viera; y los demás, cansados de esperar infructuosamente que saltara la liebre, hubieron de abandonar el cerco. Pero como en algo se habían de ocupar aquellos bizarros majaderos, se fueron a casa de los Bataller y sin consideración al delicado estado de salud de Soledad y de Augusto, estuvieron más de dos horas registrándolo todo a ver si encontraban armas, no perdonando ningún rincón, abriendo todos los armarios, cajones, cajas y cajitas, revolviendo y estropeando las ropas, escarbando la paja y el grano y agitando con una caña el aceite dentro de las vasijas. Y no satisfechos aún, hicieron ir a los albañiles, hijos de Chimet el del café, para que derribaran lo que sonaba a hueco y levantasen las piedras o losas de las atarjeas... De sobra sabían que en aquella casa nada sospechoso y peligroso podía haber. Si acaso, algún arma vieja que se olvida por lo inservible, o que si se ostenta es por el mérito artístico o arcaico. Pero ni siquiera eso encontraron; y fue una suerte; porque si llegan a dar con cualquier chisme de tal género, así fuese más antiguo que el mundo, a Augusto lo matan; que es lo que se buscaba.

Mientras la gente esparcía su ánimo en el suave y culto entretenimiento de fastidiar a una familia honorabilísima, el gran SB , hijo de Q y R -criados que fueron de mi familia cuando yo era niño-, se metió en casa de Gilberto Llinás, con unos cuantos sinvergüenzas como el tal S, y con la excusa de que habían unas armas viejas en una panoplia y una pequeña escopeta de caza, de los chicos, en un cajón de la cómoda, requisó la casa en nombre de una sociedad obrera e impuso al dueño una multa de cincuenta mil pesetas nada más! Suerte que Gilberto se hallaba en Valencia, si no, a saber lo que hubieran hecho de él.

Las cosas habían llegado a ese punto: los sindicatos requisaban o se incautaban de lo que se les ocurría, imponían multas, detenían a cualquiera y mataban a quien se les antojaba. Y las autoridades, tan frescas. Porque es el caso que no había dictado el Gobierno ningún decreto que permitiese abusos de tal naturaleza. No existía ninguna disposición legal que lo consintiera. Y basándose en ello, los ministros, su jefe y hasta el cínico Presidente de la República, afirmaban, muy serios, ante propios y extraños, que en España la Ley garantizaba el orden público y la seguridad de las personas; y por consiguiente todo español podía vivir tranquilo... Y como la prensa era toda del Gobierno, jamás publicaba ni una sola noticia de los robos, incendios y asesinatos que a miles y miles se perpetraban todos los días en el territorio dominado por el Frente Popular.
Después de comer subió Remedio la casera y nos dijo que había mucha gente en la plaza de la Iglesia, pues iban a quemar las imágenes y los altares. Yo, aunque me lo temía, no quería creerlo. Me parecía demasiada brutalidad. Pero así fue.
A las tres de la tarde abrieron la iglesia y sacaron las imágenes que ellos apreciaron de más mérito y las depositaron en la escuela vieja. E inmediatamente comenzó la barbarie. Derribaron los altares, rasgaron los cuadros, rompieron los cristales y todo lo destruyeron. Los diversos trozos los sacaron a la plaza y los chiquillos y algunos grandes los arrastraron y los sacaron del pueblo por el portal del Trinquet, excepto algo que quemaron en la misma plaza. Casi junto a las casas, en medio del camino de Cuatretonda, hicieron con todo una hoguera que estuvo ardiendo continua­mente durante dos días y medio.

Vi a RLL, empujar hasta el indicado portal un gran cajón con despojos de la iglesia. También vi a un hijo del médico don J V, que con un carrito de mano se dedicaba a la misma operación. Ay, izquierdas, izquierdas!.

Nadie lo impidió. Nadie protestó. ¿Y los católicos? Me asomé discretamente y observé un lujo de vigilancia que para ocasión más digna debiera haberse reservado. Junto al campanario, mirando a mi casa, había dos socialeros arma al brazo y ojo avizor. Mi mujer, que se atrevió a asomar la cabeza por una ventana, hubo de retirarse a toda prisa porque uno de aquellos brutos apuntó con su escopeta. Estábamos vigilados. Y como yo, los más significados católicos. Pocos éramos y aún nos temían. Nada podíamos hacer, y aún desconfiaban.

Solo Dios podía impedir el sacrilegio.
La turbamulta de los llamados fieles, solo lo era de circunstancias. Cuando están cambiaron, cambiaron ellos. Creyeron que la Cruz ya no estaba de moda y la abandonaron. En su lastimosa ignorancia pensaban que la Religión dependía de la voluntad de los hombres. Y alegre y confiadamente suprimieron a Dios porque eso era lo que privaba.

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Nada respetaron aquellos bestias incendiarios. Ni esculturas, ni cuadros, ni altares, ni vasos sagrados, ni ornamentos. Nada! Todo lo profanaron y lo destrozaron casi todo.
Uno de tantos brutos, que no sé quien es ni quiero saberlo, tenía ya en alto la custodia para estrellarla contra el pavimento. Alguien le dijo que no la rompiese porque era objeto de mucho valor; y gracias a ello no la hicieron entonces en mil pedazos.

El Comité se incautó de la Custodia y de los cálices y copones. Al día siguiente, ya no los tenían en la Puebla. Los venderían por menos de nada y se repartirían el dinero entre unos cuantos, como buenos y honrados ladrones. Quizá sea esto un mal pensamiento, pero no muy infundado al tratarse de gente de tal ralea.

El señor cura, don Roque Soliva, con muy buen acuerdo, sumió las Sagradas Formas el día que se clausuró la iglesia y de este modo evitó que la profanación y el sacrilegio fueran mayores.

Pobre señor cura! Cuánta lastima me inspira! El, tan llano, tan sencillo, más amante de los pobres que de los ricos, se veía en el espantoso trance de presenciar, con absoluta impotencia, cómo asaltaban y saqueaban la iglesia de sus desvelos, aquellos trabajadores desalmados.

El templo parroquial de Puebla del Duc era uno de los mejores de su categoría, no solo por su capacidad y serio estilo, sino también por los buenos altares y hermosas imágenes que guardaba. Había en él obras de arte que constituían el legítimo orgullo de los poblanos, fueran o no creyentes; y los forasteros se admiraban de que en un pueblo como este hubieran joyas de tan positivo mérito. Pues nada consiguió respeto! Ni lo histórico, ni lo artístico, ni lo más sagrado. Los caribes aquellos, hijos de la Puebla en su mayoría, bautizados, asistidos e instruidos en esta iglesia, la desmantelaron y desolaron con furia satánica, con increíble rapidez y febril actividad. Nunca trabajaron tanto y gratuitamente, disputándose el triste honor de destacarse en la vergonzosa tarea.

El altar mayor, de estilo barroco, alto y grandioso, con sus interesantes imágenes de la Assumpta y Cristo Crucificado, fue deshecho y arrojado a la hoguera.

El hermoso altar del Santísimo Cristo del Amparo, de estilo gótico florido, con notables relieves de escenas del Calvario y con bellas imágenes de San Ladislao y San Joaquín, construido a expensas del matrimonio Soriano-Arbona, fue también aniquilado por el fuego, lo mismo que los excelentes altares del Sagrado Corazón de Jesús y de la Virgen de los Dolores, costeados, el primero por Dolores Gomar Capsir y Carmen Gomar Esteve, y el segundo, por doña Dolores Pérez Musoles y su hijo Luis Guarner. Estos tres altares eran los que había en la hermosa capilla de la Comunión.
Todos los altares, todos: el de San José, con rico dorado del siglo XVIII, que se hizo por disposición testamentaria de Josepha Albert, de 1767; el de los Santos de la Piedra; el de San Blas, patrono de la villa... Todos al fuego!

Uno de los altares que más me ha dolido a mí -que tanto me place lo típico de mi región- es el de la Virgen del Rosario, de estilo barroco valenciano, género especial en el arte escultórico y arquitectónico. Era un pequeño altar en el que apenas paraba mientes la mayoría de los visitantes, pero que yo me deleitaba muchas veces al contemplarlo. Ostentaba pinturas de un buen artista que, sin ser un genio, se veía que fue un buen pintor. ¿Y aquello lo quemaron? ¿Y tuvieron alma para eso? ¿Y en nombre del adelanto? Qué crimen, Señor! Qué incultura, qué vergüenza!
La cruz de gala del Santísimo Cristo al fuego!

La Trinidad, curiosa muestra de la transición del clásico al barroco, de últimos del siglo XVII, donada a la parroquia, poco tiempo hacía, por doña Salvadora Cebellán, y magistralmente restaurada a expensas de la misma, al fuego! todo al fuego! Que no quedase nada! Había que quemarlo todo!.

La misma suerte corrió la iglesia del convento. Su altar mayor era de talla, barroco también y del siglo XVII, valorado en quince mil duros... No le valió su mérito: al fuego! Y la Virgen del Rio, diminuta imagen milagrosa, de bella tradición; y la antigua imagen de santa Lutgarda; y el cuadro de la Soledad, o Virgen del Empeño, llamada así porque viniendo a la Puebla el beato Gaspar Bono, la dejó en prenda en una posada de Alcira, hasta que pudo pagar el hospedaje. También al fuego! Todo al fuego!

Y lo mismo sucedió con la capilla de la Divina Aurora. No había allí mucho que destruir. Pero la imagen era muy bella.
Y, por último, rompieron y quemaron lo que había en el pequeño oratorio de las monjitas Trinitarias, del Colegio de San José.

He dicho por último, pero es refiriéndome a los dos días y medio que estuvo ardiendo la hoguera, de día y de noche. Porque no fueron estos los últimos vandalismos de la canalla.

El Santísimo Cristo del Amparo y algunas otras imágenes de mérito y devoción, fueron depositados en la escuela vieja; y el Comité hizo correr la voz de que los particulares que lo desearan podían llevarse a casa las mencionadas imágenes, pagando un rescate.

Casi todas fueron rescatadas por sus devotos.

El Cristo del Amparo lo dio el Comité a Blas Soriano Corredor, por treinta duros... Por treinta dineros, como en su sagrada Pasión! Naturalmente que dicho Soriano lo adquirió con fines bien opuestos a los de los perversos judíos...

Las esculturas que no obtuvieron rescate, fueron quemadas al día siguiente. Un grupo de gente joven las sacó por el jardín de la escuela, atravesó el huerto de las de Soriano, las arrojó al campo inmediato y les prendió fuego. Por una ventana de detrás de casa vimos Berta y yo la sacrílega fechoría. Un entusiasmado participante en aquel vandalismo era P P F, hermano menor de mi jornalero. Se dio cuenta de que le mirábamos, pero le tuvo sin cuidado. El fue quien encendió la hoguera. También estaba allí el imbécil de P el M. Dios que los perdone a todos; pero la justicia humana no los debe perdonar.

Ardió entonces un crucifijo que creí, con la mayor angustia que sería el Cristo del Amparo...; pero no, debió ser el Cristo de la sacristía, de tamaño igual...

El Santísimo Cristo del Amparo parece que se salvó de la destrucción, ya que lo rescató Soriano. Éste dio a entender que por evitarse compromisos cedería la sagrada imagen a quien le diera los treinta duros que le costó rescatarla... Al momento, unos devotos anónimos le propusieron quedársela bajo la condición de que se guardara el secreto; y por la noche, a hora muy avanzada, Blas Soriano Corredor sacó la imagen al Trinquet y se retiró, dejándola allí sola. Volvió al cabo de un rato y encontró la cantidad en un agujero de la pared. Al Santísimo Cristo ya se lo habían llevado.

Cuando pienso que tan venerable y venerado Crucifijo, cariño apasionado de los poblanos, que no se descubría en su altar sin velas encendidas pudo quedar allí, en aquel Trinquet inmundo y mal oliente y estar solo, abandonado y sin respeto, una amargura y un dolor inmensos me oprimen el corazón.

Pero quizá todo esto no llegara a efectuarse y fuera solo fingimiento para despistar respecto al paradero de la valiosa escultura. Los viles incendiarios y sus pérfidos dirigentes no se preocuparon de inquirir el lugar oculto donde pudiera estar el santo crucifijo. Sin duda, como quemaron el otro, lo tomaron por el del Amparo. Confusión nada extraña en gente que nunca iba a la iglesia. De modo que la probable añagaza ingeniosa de Soriano, por una parte y, por otra, la referida confusión, infunden una base de anhelante esperanza en nuestro ánimo.

A mí me ilusiona quedarme una de las imágenes, principalmente la del Santísimo Cristo. Qué honra para mí y para mi familia tenerlo en nuestra casa, todos los días venerarle, todos los días besar sus pies y abrazar sus rodillas lastimadas, suplicándole piedad y amparo para nuestros hijitos, para nuestros hermanos y amigos, para toda la familia y para nuestra desgraciada España!

Pero desistí de tan hermoso pensamiento, porque presumí lo que había de pasar...

4 de agosto de 1936. = No me equivoqué. A los dos o tres días del rescate, una turba de jovencillos recorrió las casas de los que se había quedado las imágenes; y se las llevaron para quemarlas. Qué risa les daba la pasadita!. Que gracia que tenía aquello. Por muy escondidas que estuviesen, ellos las descubrían y las arrebataban. Al Corazón de Jesús lo encontraron oculto debajo de un millar de gavillas de sarmientos. Lo revolvían todo, sin perdonar rincón ni escondrijo.
Aún no termina el capítulo de sacrílegos atropellos. A la noche siguiente invadieron las casas que poseían imágenes de su propiedad y obligaron a sus dueños a que las quemaran; y si no lo hacían, las sacaban a viva fuerza y les prendían fuego. Así destruyeron la célebre Cañamasa, de la familia de Luis Guarner, grupo escultórico del Descendimiento de la Cruz, imitación de la Roldana, joya artística digna de conservarse y lucir en una catedral; la hermosísima Soledad, de la familia Bataller; el Nazareno; el Ecce Homo de los Soriano; el Paso del Huerto, de los Gomar... Imágenes todas que salían en las procesiones de Semana Santa, que eran muy notables. Y así acabaron con el san Vicente Ferrer, de la familia Llinás Ferrer; el San Francisco de Paula, de la familia Boscá; y muchas otras imágenes y cuadros de menos mérito y valor, que se veneraban en las casas, también fueron quemados en aquella triste noche, por la cuadrilla de bárbaros, alentados y protegidos por los rufianes patibularios del Comité.

Teníamos en la Puebla una curiosa escultura de la Edad Media, imagen de la Virgen, llamada la Capitana, porque lo fue, según costumbre de la época, de una tropa de cristianos que pelearon en la batalla de Luchente -la de los Corporales de Daroca- cuando la reconquista del Reino de Valencia.

Había entre aquellos guerreros dos hermanos llamados Bataille o Bataillé, procedentes de Francia, quizá de la Provenza. Ambos lucharon bizarramente y quedaron tendidos en el campo.

Movióse a compasión el capitán de la fuerza al ver el amarguísimo desconsuelo en que quedaba el padre de aquellos valientes; y le dijo estas bellas palabras:

- Es tanto lo que habéis perdido, noble anciano, que no es posible hallar suficiente consuelo para vuestra inmensa aflicción. Mas yo os doy la capitana de nuestros soldados, que supo de sobrehumanos dolores. Ella puede otorgaros el bálsamo que necesita vuestro corazón.

El atribulado padre aceptó el inestimable tesoro, que luego conservaron los de su linaje, que se estableció en la Puebla; y a causa de guardar en su poder la Capitana, fueron siempre conocidos sus componentes por el sobrenombre de Capitanos.

La expresada familia tuvo en gran veneración a su Capitana, a través de los siglos. Y todos los años, el Domingo de Pascua, a las cinco de la mañana, hacía con ella y con un antiguo Niño Jesús, la procesión del Encuentro, celebrándose a continuación una misa rezada, durante la cual tocaba la banda de la población.

Pues bien: ese tesoro de siete siglos, emblema de fe, de tradición y de valor, tampoco fue respetado por los bandoleros. ¿Qué les importaba, no digamos ya la fe, pero ni el heroísmo ni la patria?. Su ideal se cifra en comer, beber, fornicar, dormir, robar, asesinar y destruir. Los cerdos comparados con ellos, les ganan en dignidad.

Tuvimos la suerte de que la cuadrilla incendiaria no viniera a casa. Mi jornalero Domingo, a quien preguntaron, les dijo que yo no tenía ningún santo.

Sin embargo, un cuadro del Corazón de Jesús estaba bien a la vista, frente a la puerta de la calle.

El Divino Corazón nos protegía.
Y nos sigue protegiendo.

30 de agosto de 1936. = A primeros de agosto vino Víctor mi cuñado, huido de Valencia. Lo buscaban sin cesar; y comprendió que aquí estaría completamente seguro, pues tiene muchas amistades por motivo de su afición a la caza, de la que es un vehemente apasionado. Casi todos los cazadores del pueblo son socialistas; y como él los convidaba muchas veces de una manera espléndida, esta gente le tiene ley, lo respeta y hasta lo cree uno de los suyos. Su mayor amigo es un tal Antonio de los Santos Juanes, alias Salamanca, a quien en ocasiones se ha llevado a cazar a la Albufera de Valencia y a Tortosa, por el mero gusto de obsequiarle; y encima le ha regalado centenares de cartuchos. El tal Salamanca es de los más influyentes en el partido socialista de Puebla y en la sociedad obrera y aunque no pertenece al Comité, con él se cuenta para muchas cosas. El dice que es capaz de dejarse matar por mi cuñado y que no consentirá que nadie le toque a Víctor ni al pelo de la ropa.
Con esta seguridad y teniendo aquí a su madre y a nosotros, hizo muy bien en venirse, dándonos con ello una alegría.
Las noticias que teníamos de la guerra eran que los nacionales seguían avanzando en muchos puntos.
Hacía unos días que en la Cuesta del Ragudo, entre Begís y Barracas, de la provincia de Castellón, habían pegado una terrible paliza a unos seiscientos milicianos que subían en autos con la pretensión de apoderarse de Teruel, como si la empresa fuera cosa tan fácil cual sorberse un huevo. La mayor parte de los rojos quedó tendida por aquellas peñas y sus autos destrozados. Los que se salvaron de la escabechina cayeron en manos de los nacionales, pero les dieron libertad, obligándoles antes a quitarse los zapatos y alpargatas, para que a pie desnudo retornasen a sus casas o a donde bien quisieran y contasen la epopeya a propios y extraños.

Los nacionales llegaron a entrar en Segorbe. A los valencianos rojos se les pusieron los cabellos de punta, creyendo que ya los tenían encima. El Gobierno mandó fuerzas y poco a poco, tras duras peleas que costaban mucha sangre, fueron retrocedien­do los nacionales hasta refugiarse en Teruel, con lo que la gente marxista se envalentonó más y se hizo la ilusión de que la toma de la mencionada capital aragonesa era cosa de pocos días. Pero a pesar de las muchas y nutridas columnas que se mandaron a aquel frente, Teruel no cayó. Tan pronto se veían las fuerzas rojas en las calles de las afueras de la población, como les costaba correr desesperadamente en huída desordenada. Aquellos baturros eran unas fieras. las fuerzas rojas se aniquilaban peleando contra enemigos invisibles; porque es el caso que en sus diversos avances, no veían a nadie, con lo que cobraban ánimo y confianza; pero cuando menos se lo esperaban, caía sobre ellas una lluvia de balas y quedaban diezmados horrorosamente.

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Los diversos partidos del Frente Popular crearon, a su costa, como en otro sitio he dicho, columnas de voluntarios. Las más formidables eran las de la C.N.T. -Confederación Nacional del Trabajo-, fundida con la F.A.I. -Federación Anarquista Ibérica-, que en realidad dirigía y dominaba a la primera.
Los nombres que adoptaban las expresadas columnas eran pintorescos: "Columna de Hierro", "Columna de Acero" y así por el estilo. Había otras con nombres de celebridades rojas, como las de "Pablo Iglesias", "Pancho Villa", "Tellmann", "Compañera Chola", etcétera. La de "Hierro" se componía de seis o siete mil hombres y cobró fama desde el principio por su brutalidad. Casi todos sus componentes eran anarquistas y, como tales hacían lo que les daba la gana. Cuando querían luchar, luchaban; cuando querían abandonar el frente, lo abandonaban. Los jefes no podían con ellos. Eran, más que soldados, unos perfectos bandidos, muy bizarros para saquear los pueblos y aldeas de retaguardia, en los que robaban cuanto podían, incendiaban las casas y asesinaban a las pobres gentes indefensas. Causaban un pánico enorme a las personas pacíficas; pero en la hora de la verdad, es decir, combatiendo, huían con más rapidez que un galgo. Esta columna operaba en el sector de Teruel y si los baturros apretaban, le invadía tal cólera y rabia que, por no verlos se marchaban del frente y amanecían a lo mejor en Valencia u Oliva, dedicándose un par de semanitas a sus hazañas predilectas. Costaba lo invencible convencer a tales angelitos de que volvieran a su deber. Odiaban a los demás partidos y los demás partidos a ellos y a veces se liaban a tiros. En varias ocasiones vióse el Gobierno rojo precisado a enviar tropas contra ellos para reducirlos a su obligación.

En esta columna ejemplar había un individuo de Agullent, llamado Juan Vidal, trabajador que fue de la fábrica de Víctor una temporada, hasta que mi cuñado le encontró colocación en otra parte, pues no tenía falta de más obreros, y si lo admitió de pronto fue tan sólo por compasión de verle en gran necesidad.

El pago a tal fineza consistió en abrumar a Víctor con una serie de reclamaciones indignantes. Le pedía miles y miles de pesetas como indemnización de despido. Víctor se negó a las absurdas exigencias y de ahí nació el odio implacable de aquel sujeto, que juró vengarse y desde que estalló la guerra no cesó de acusar a mi cuñado y hacer que lo persiguieran como fascista. No iba él a registrar la casa, porque sentía horror de verse cara a cara con Víctor; pero mandaba a sus compañeros, mientras él esperaba en la calle el resultado de las pesquisas.
Siempre que ese tipo iba a Valencia, recrudecía esta persecución.

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Mi hermano permanecía en Valencia, sin poder venir a reunirse con nosotros, porque por más que hacía no encontraba quien le recomendase para obtener el indispensable salvoconducto. Logrólo al fin y se vino. Ya éramos tres hombres en casa. Me daba ello la sensación de mayor seguridad.

Nos dijo Rafael que estuvo quince días yendo por la noche a casa de nuestros sobrinos los Alegre, para oír las novedades que difundía la radio. Allí cenaba y se acostaba. Siempre estaba de guardia uno u otro junto al aparato para enterar a los demás de lo que se fuera sabiendo.

Nos contó lo ocurrido en Zaragoza al comenzar los sucesos. Los marxistas de allí, obedeciendo a la indudable consigna que tenían en toda España, se dirigieron al templo del Pilar, a incendiarlo... Intentaron efectuar su infernal propósito; pero una muchedumbre de fieles devotos, compuesta de mujeres en su mayoría, rodearon el templo, impidiendo la bestialidad. En esto llegaron los soldados y sorprendieron a los facinerosos; y al cabecilla el obligaron a que entrase de rodillas en el Pilar y a que en voz alta pidiera perdón a la Virgen. Luego, siempre de rodillas, le hicieron salir caminando hacia atrás, para que no diera las espaldas a la celestial Señora... No sabemos qué harán después con aquél desgraciado.

Bien se portaron los valientes soldaditos. Bien se portaron los nobles baturros. Qué diferencia entre ellos y los valencianos! Cuán desfavorecida resulta Valencia con la comparación! ¿Dónde estaban aquellos locos entusiasmos de la procesión de la Santísima Virgen de los Desamparados? ¿Dónde aquella ensordecedora barahúnda de gritos, exclamaciones y vivas, que no parecía sino que todos estaban dispuestos a dejarse matar por la Divina Patrona? Quedó solo en eso: en escandaloso ruido y estruendo, como la traca. Todo fuegos artificiales. Todo crispaciones histéricas... Pero en el momento de dar el pecho por la fe, imperó la cobardía más vergonzosa.
Yo estimo a los aragoneses. En ellos, por lo general, no caben la doblez ni el temor. Quizá los aprecie tanto por atavismo. Mi bisabuelo Monge procedía de Zaragoza. Y mi abuelo Capsir luchó en ella, en el segundo sitio, cuando la Guerra de la Independencia. El nombre de Zaragoza llena la Historia de España. Nuestra península tomó la denominación de su famoso río. El fue la cuna y la pila bautismal de la España católica. Para eso estuvo allí, en Zaragoza, junto al Ebro, la Santísima Virgen María en carne mortal, fortaleciendo al apóstol Santiago. Allí se dieron testimonios abundantísi­mos de inquebrantable fe cristiana: díganlo sus innumerables Mártires. Allí reinó siempre la más heroica bizarría, como lo acreditan de sobra sus dos terribles sitios del tiempo de la francesada. Y en la guerra actual, como no podía menos de ser, responde brillantemente a su gloriosa tradición.

Nueve columnas inmensas de catalanes rojos atacaron sucesivamente el sector de Zaragoza; y las nueve mordieron el polvo en los campos de las cercanías. En el último combate perdieron los atacantes más de cincuenta camiones, todos los cañones que llevaban, incontables fusiles y seis mil y pico de prisioneros...
Podían volver si era su gusto. El general Cabanellas los esperaba.
Si Teruel era un hueso, Zaragoza era un peñasco.

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La madre de mi mujer fue a Valencia a cobrar los alquileres y volvió espantada de lo que allá estaba ocurriendo.
Los de la C.N.T. y de la F.A.I. habían organizado la matanza sistemática de los calificados por ellos como contrarios al régimen. Entraban en las casas, ordinariamente a la una o las dos de la madrugada y detenían a quien se les antojaba, a veces a familias enteras, sin respetar sexo ni edad. Al que se resistía le forzaban la puerta y lo bajaban a patadas por la escalera. Hacían subir a las víctimas en autos o camiones y las llevaban a la pinada del Saler, entre el mar y la Albufera; y allí las asesinaban a tiros, con bala explosiva. A este procedimiento de eliminar a la gente, llaman dar un paseo. Todas las noches asesinaban a centenares de infelices. Ya habían caído así miles de personas decentes. A horas muy avanzadas de la noche se podía oír desde Valencia el ruido de los disparos.

Cualquier cosa constituía motivo suficiente para el asesinato: pertenecer a la Congregación de San Luis; ser Hija de María o simplemente profesar ideas religiosas muy arraigadas; haber sido afiliado a Renovación Española, a Falange, a los tradiciona­listas, a Derecha Regional, a los radicales o al partido de Blasco... Sobre todo, el que tenía enemigos personales estaba perdido.

A los sacerdotes se les mataba allí donde se les descubría, en ocasiones en la calle mismo. Y, naturalmente, igual hacían con los frailes, aunque fueran legos, y con muchas monjas.

Era inútil avisar a la policía. De intento llegaban tarde siempre. La complicidad de las autoridades era indignante. Y la prensa no decía ni media palabra sobre nada de lo que estaba pasando.

También nos dijo mamá, impresionadísima, que a Víctor lo buscaban sin cesar, con gran empeño; y que algunos habían estado en nuestra casa para hacerse conmigo. Tres veces fueron a por mí, pero los inquilinos se portaron muy bien, incluso los comunistas de la planta baja, defendiéndome ante aquellos asesinos, diciéndoles que sería un crimen sin nombre matar a una persona inofensiva que a nadie había hecho ningún mal; y les dieron a entender que me encontraba fuera, pues nos íbamos todos los años a veranear a un pueblo de Aragón. Quedo reconocido con toda el alma a dichos inquilinos.

Las noticias de mi madre política nos dejaron un gusto de boca muy desagrada­ble, como es de suponer. Pasé inmediatamente a casa de mi vecino Eleuterio y le pedí mi star y las municiones que me guardaba. Examiné la pistola y vi que la tenía en excelentes condiciones. A mi cuñado y a mí no nos llevarían mansamente al degolladero. Vivo no me cogerían, antes de caer me daría el gustazo de tumbar panza arriba a dos o tres miserables.

En Barcelona pasaba lo mismo que en Valencia pero corregido y aumentado. Y en Madrid, muchísimo más. Por cada uno que en Valencia moría asesinado, en Barcelona caían cuatro y en Madrid veinticinco. Y de los pueblos andaluces y extremeños ocupados por los rojos, se contaban horrores. En Lora del Río, por ejemplo, cogieron a más de quinientos derechistas y los precipitaron a los pozos y luego les arrojaron cartuchos de dinamita... El obispo de Sigüenza apareció muerto en un callejón, completamente carbonizado. Hay quien dice que se le quemó vivo; pero esto no está comprobado.

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Es una guerra bestial. En tan poco tiempo ya pasan de ciento cincuenta mil las personas asesinadas en toda España. En la guerra llamada Mundial sucumbieron millones de hombres en los campos de batalla; pero lo que no se ha visto nunca es esta hecatombe de personas pacíficas, de jóvenes y viejos, mujeres y niños, sacrificados diariamente, sin formación de causa y sin delito alguno. Orgía de sangre y llamas, de cieno y de salvajismo, que el mundo civilizado consiente para su propia deshonra. El orbe entero debiera haber protestado con la máxima energía en nombre del derecho de gentes y volcar en España sus ejércitos para defender la justicia y la civilización, triturando al monstruoso Gobierno de Madrid y a los felones dirigentes de la masa obrera, que han convertido a gran parte de los trabajadores españoles en una horda de incendiarios, ladrones y asesinos.

Es asombrosamente increíble la mansedumbre con que la gente se entrega y la resignación con que sus allegados permiten la brutal iniquidad. Ni los padres defienden a los hijos, ni los hijos a los padres, ni los maridos a sus mujeres, ni el hermano al hermano, ni el amigo al amigo. Todo lo más, súplicas temblorosas, lágrimas y desmayos; pero la protesta viva y sangrienta, la indignación hecha carne, lo que hace falta contra esos cobardes canallas, no surge nunca. Y a la víctima se la dejan marchar.

Si cada uno de los que apresan para matarlos, despachara primero a uno tan solo de los miserables verdugos, ya lo pensarían estos mucho mejor antes de poner a nadie la mano encima; por que son cobardes por naturaleza, como todo quien comete crímenes sintiéndose impune. Cien sacrificados cuyas vidas costaran otras cien a los perdidos, serían la salvación de miles y miles de personas pacíficas. Pero la epidemia de pánico que desde el primer instante se esparció, idiotiza a las gentes.

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Lo más desconsolador es el aislamiento en que se mueven los perseguidos. Se dejan unos a otros abandonados a su propia suerte. Nadie se quiere comprometer.
En la Puebla hay varias personas, decenas, que se encuentran en el mismo peligro que nosotros. Si alguna vez se les deja caer la idea de prepararse discretamente para el mutuo auxilio, se recibe la contestación de que no quieren compromisos, de que hay que tener prudencia, de que no conviene provocar... El colmo! Es, pues, necesario decidirse por el sistema egoísta expresado en aquello de "a quien San Juan se la dé, San Pedro se la bendiga" y "cada palo que aguante su vela"... Ya solo es posible confiar en la protección de Dios y en la buena puntería.

Víctor y yo nos preocupamos, por consiguiente, de la exclusiva defensa nuestra y de la familia. Y para el caso desesperado que se pueda ofrecer, tenemos trazado nuestro plan: Si vienen a buscarnos quitaremos los plomos de la instalación eléctrica, esperaremos a que fuercen la entrada; y en tal momento y no antes, yo dispararé agazapado en la escalera del sótano y él desde una ventana del último piso.
No entrarán, no. Claro está que firmaríamos nuestra definitiva sentencia de muerte y volverían a cogernos trayendo refuerzos; pero repetiremos la escena tantas veces cuantas sea necesario, hasta morir como valientes y no como reses en el matadero.

Permanece siempre ojo avizor y oído atento a cualquier novedad; y hemos advertido al jornalero y a su mujer que, una vez cerrada la noche, no abran la puerta a nadie sin nuestro permiso, sea quien sea, si no quieren llevarse un serio disgusto.

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Una noche, a las once y media, entraron en el pueblo tres autos forasteros. Víctor, que aunque valiente, siempre recela y con motivo, pues a él lo buscan más que a mí, quiso que por la salida del huertecito bajáramos al campo y nos escondiéramos varias horas en cualquier rincón, hasta que nos pareciese que ya no había peligro. Así lo hicimos.

La luna estaba en el plenilunio y brillaba espléndidamente. Se percibían los objetos casi con la misma claridad que si fuera de día. Salimos poco a poco, resguardán­donos con las sombras de las casas y con la penumbra de los márgenes. Nos acurruca­mos en una viña, algo distanciados el uno del otro, para tener en conjunto más amplitud de visión. Y esperamos. De vez en cuando Víctor se ponía en pie, de un salto y observaba. Tenía buen oído y escuchaba atentamente. A cada movimiento de esos, yo empuñaba mi pistola. Transcurría la alarma y nos volvíamos a sentar.

Pasó una hora. Sentí ruido frente a mí; se agitaron las hojas de unas cepas...; apunté y esperé...; saltó algo y escapó...: era un gato. Si llega a suceder en tiempo normal, disparo y lo reviento. Menudo susto me dio!

Víctor se acercó y se sentó a mi lado. Permanecimos callados mucho tiempo. Hacía fresco. Por fin me dijo que volviéramos a casa. Y retornamos con las mismas precauciones que a la salida. Miramos el reloj. Señalaba nada más la una! Lo que nos había parecido horas y horas estando al raso, apenas si llegaba a ser horita y media. La verdad es que en casa y metido en la cama, se está mucho mejor.

A las dos noches y con igual fundamento, quiso Víctor que hiciéramos igual. Yo no quise. ¿Habíamos de dejar abandonada a la familia y expuesta a un atropello? Además, en el campo, con la luna clara, podía descubrirnos los milicianos municipales, que guardaban las entradas del pueblo y que en ocasiones rondaban por el camino de circunvalación, y si nos cogían iríamos al Comité por sospechosos y de allí a la cárcel y después quién sabe! Acaso nos entregaran ellos mismos a los sicarios. Con la gana que tenía de hacer hombradas! En casa, todos juntos, mejor. Y que fuera lo que Dios quisiere. Le pareció bien; y por precaución pusimos unos colchones en un cuarto interior y Berta acostó allí a los tres pequeños, para que si se nos disparaba desde la calle, estuviesen más resguardadas las pobres criaturas.
Gracias a Dios no vino a molestarnos nadie.

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El Gobierno rojo había decretado que los alquileres se cobraran con una rebaja del cincuenta por ciento, a partir del primero de agosto. Ya no cobraríamos, pues, más que por la mitad. Además, no sé si por decreto del Gobierno o por disposición de las sociedades obreras o por espontánea determinación de la gentuza, se consideraron perdonadas todas las deudas por alquileres atrasados hasta dicha fecha. Unase a esto que resultaba imposible desahuciar a nadie por falta de pago, porque las autoridades rojas se hubieran burlado del infeliz reclamante y porque aún en el caso de fallar en justicia, la canalla se hubiese divertido arrastrando al propietario, y se comprenderá que no teníamos otro remedio que cobrar lo que buena y honradamente hiciesen el favor de entregarnos los inquilinos. Nuestras rentas por tal concepto sufrieron un golpe gravísimo, pues ya no fue la mitad lo que percibíamos, sino la tercera parte o menos todavía, puesto que aprovechándose de la impunidad, muchos inquilinos se retrasaban escandalosamente y nos vimos, a poco, en situación económica bastante comprometida. A todo esto, ni la contribución ni los demás impuestos se han rebajado; e innumerables personas se ven en trances apuradísimos y sufriendo, realmente, hambre y miseria. Es verdad que con esta disposición el Gobierno se atrae a mucho personal, tanto de los partidos obreros como de los otros, gente egoísta y desaprensiva que se vale de cualquier ventaja, aunque provenga del demonio; pero infinitos perjudicados de izquierda, que al principio estaban de parte de los rojos, al sentir el latigazo tremendo en sus bolsillos, ansían en lo más íntimo de su corazón el triunfo de los nacionales, no por ideología, desde luego, sino por furioso egoísmo. Qué ira, qué rabia sienten! Ahora bien: esos amargados fingen un entusiasmo tan exagerado por el Frente Popular, que no parece sino que superan a los más convencidos marxistas... Pero el que no está tonto les ve asomar la oreja y los califica de farsantes. Los rojos y las derechas los desprecian, como siempre se desprecia al traidor.
La medida antes expresada y otras por el estilo, aumentan el número de descontentos en proporciones enormes y muchos que en público se muestran ardientes gubernamentales, en privado y en confianza echan pestes contra Azaña, Largo Caballero y demás gobernantes. Habían contribuido con sus votos y hasta con su dinero al advenimiento del régimen imperante, a pesar de las advertencias de las personas previsoras ¿y se quejan? Justo castigo de Dios. Está visto que el hombre solo escarmienta en cabeza propia. Y algunos ni eso.

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Hacia la mitad de agosto mi hermano se fue a Gandía a cobrar los alquileres y trajo muy poco. Pero si de dinero trajo poco, regresó, en cambio, con abundante caudal de noticias espantosas.

A Pepito Melis, médico muy honrado, providencia del pobre, simpático a todo el mundo, lo metieron preso; y un día lo sacaron de la cárcel (las Escuelas Pías) y lo asesinaron. Lo mismo hicieron con Ignacio Martínez López, farmacéutico, carlista de siempre, y hombre bueno a carta cabal. Ni uno ni otro estaban implicados en el movimiento nacional; pero no importaba: el caso era matar y los mataron, porque sí y nada más.

A Cascales, empleado del juzgado, lo detuvieron en la calle yendo del brazo de su mujer; y lo mataron.

A Tomás Tomás Cervera, procurador judicial, lo cogieron en Jaraco, lo asesinaron y después, desnudo completamente, lo engancharon a una caballería y lo arrastraron por las calles del pueblo.

También asesinaron a don Andrés Martí Sanz, sobrino del célebre cardenal Sanz y Forés. Este don Andrés Martí era capellán de la Beneficencia de Gandía, muy culto, muy bueno y aficionado los estudios históricos. Lo habían hecho archivero y cronista de la ciudad. No se metía con nadie y hacía el bien que podía; pero era sacerdote y hubo que matarlo: era preciso!

No me dio mi hermano nombres de más personas muertas, porque estuvo poco tiempo en Gandía y no se pudo enterar mejor; además, no era fácil hablar ni hacer comentarios de lo que ocurría y las gentes de orden estaban acobardadas superlativamen­te, hasta el extremo de desconfiar de la camisa que llevaban puesta, y no comentaban nada, no hablaban, no quería oír ni ver y creo que ni se atrevían a pensar...

A Pepe Ros y Planas, farmacéutico, inquilino de la planta baja de la casa de mi hermano, acababan de darle libertad.

Pepito Morant Castelló, abogado, recaudador de contribuciones de la zona de Gandía, estaba también preso en las Escuelas Pías.

Félix Pastor Benavent, poblano, perito agrícola, pero residente en Gandía, también estaba detenido. A este y a Pepito Morant, los hacían, para mayor humillación, que se arremangasen el brazo y desatascaran a mano los retretes de la cárcel. Cuánto sufrirían los dos, especialmente Pepito Morant, de empaque tan altivo!. Supimos después que a Félix Pastor lo soltaron y que a Pepito Morant lo asesinaron.

Luis Beltrán Baidal estaba en la cárcel modelo de Valencia. Éste había perpetrado un imperdonable delito: defender a los jesuitas en el "Siglo Futuro" de Madrid, con varios artículos muy bien escritos y pensados. Tuvo suerte de que lo llevarán allá, porque si se queda en Gandía lo matan.

Gandía era un antro de criminales. Allí y en Alcira dominaba la gente peor de España. Los que se apoderaron de los resortes del mando en Gandía eran, casi todos, forasteros, de Madrid principalmente. Se ve que estaban esos detalles, hasta los más insignificantes, preparados con la debida antelación, pues desde el primer instante ocuparon los puestos correspondientes aquellos individuos, sin protesta alguna por parte de los camaradas de la localidad. Y su actuación fue de lo más lúgubre. A imitación de lo que pasaba en Valencia, sacaban a las gentes de sus casas y las ametrallaban de noche al pie de la montanyeta de San Juan. A este punto se le dio el nombre de "El Saleret", recordando "El Saler" de la Albufera de Valencia. A dicho Saleret llevaban a los detenidos y sin formación de juicio ni proceso alguno los ejecutaban. No solo se conducían allí a las víctimas de la ciudad, sino también a las de muchos pueblos de alrededor. Se ponía en filas a los infelices, hombres, mujeres y hasta niños de catorce y quince años, se les alumbraba con el foco de un camión y se les disparaba desde el mismo con una ametralladora... Al pobre Pepito Melis lo deshicieron materialmente, lo pulverizaron a tiros por ese procedimiento.

Todas las noches, de una a dos de la madrugada, se percibían las siniestras detonaciones.

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Más de treinta casas han requisado las sociedades obreras y el Comité, sin que exista ley ni disposición alguna que lo autorice; pero la Gestora -así se llama ahora el ayuntamiento- hace lo que le da la gana y roba diariamente con la más plena inmunidad. Y cuando se incauta de algo no tiene ni siquiera la más elemental atención de avisar al dueño. A mí me han requisado la casa de la calle del Camino de Játiva y lo supe varios días después porque Berta pasó por allí y vio el cartelito a la puerta.

A Honorio Orts, propietario de la llamada Casa Alta y de la finca extensa y hermosa que la rodea, se lo quitaron todo. Los muebles, enseres, vajillas, alhajas y otros objetos de valor, como asimismo el vino y demás cosechas almacenadas, las caballerías, las vacas, los toros, cerdos, gallinas y palomos, los vendieron por una miseria. Bien es verdad que Honorio Orts se lo merece todo porque es un usurero despreciable, que ha prosperado explotando los agobios de las personas necesitadas; pero los castigos deben imponerse por los tribunales competentes, con arreglo a las leyes y mediando la acusación fundada y la defensa correspondiente. La sanción de las turbas es apasionada y atrabiliaria y, por consiguiente, injusta y cruel. Pero vayan ustedes con sutilezas parecidas a los que solo están deseando que los pongan en ocasión de cometer rapiñas y atropellos.

Con quién más se ensañaron fue con nuestros amigos Augusto Bataller Boscá, ya viejo y además enfermo crónico, y con su pobre hermana Soledad, más vieja aún y casi ciega. Augusto se había pasado la vida haciendo bien al pueblo. Con el inolvidable García Suñer fundó el Sindicato Agrícola y la Caja de Crédito, cuyos benéficos resultados fueron incalculables. De diputado provincial, de alcalde y de juez municipal, hizo cuanto pudo en beneficio de sus paisanos. No acudía nadie a él que no fuese atendido siempre, dentro de lo factible. Los mismos socialistas, cuando nos quedamos sin agua potable, por causa de las salvajadas de los del Ráfol de Salem, se lo llevaron a Madrid para que expusiera el caso al ministro Indalecio Prieto, y gracias a la gestión de Augusto se obtuvo favorable solución a problema tan vital. Pero les era antipático porque nunca dio su brazo a torcer y por su carácter excesivamente puntilloso. Todos tenemos defectos.

Lo habían abrumado durante casi todo el año imponiéndole diariamente seis o siete jornaleros forzosos, sin consideración a su pésimo estado económico, que venía a ser, poco más o menos, como el de la mayoría de las familias principales de la Puebla. Y sin mirar a su intachable conducta pública, ni a los infinitos favores dispensados, ni a sus años, ni a su necesidad, ni a nada, le quitaron todas las tierras de él y de su hermana, sin dejarles, al menos, recolectar la cosecha que tantas angustias y sacrificios les había costado producir. Y encima, aún hablaban de matarlo. Por en esto, su sobrino Alejandro Bataller Madramany, recién nombrado juez de primera instancia de Onteniente, vino y habló con los del Comité, pidiéndoles que respetaran la vida de su tío; y le contestaron que ellos no se lo podían garantizar. Entonces se le ocurrió una idea luminosa, que fue la de ofrecer la casa de sus tíos, digamos la casa solariega de los Bataller, para que se instalara en ella la Casa del Pueblo... Y una noche, los desventurados hermanos, ante los apremios del Comité, se vieron obligados a dejar su casa y trasladarse a la de su cuñado Eliseo Boscá, donde, naturalmente, encontraron acogedor asilo. Es decir: se quedaron sin hacienda, sin dinero y sin hogar propio. Valiente hazaña la de los zafios tiranos! Habían conseguido perjudicar a una familia honrada llenándola de amargura y cometiendo la mayor de las ingratitudes.

También se ensañaron inicuamente con Dolores Gomar Capsir y Carmen Gomar Esteve, primas hermanas que han vivido juntas siempre, solteras las dos, octogenaria la primera y de cincuenta y seis años las segunda, sin hombre alguno en su familia que las defienda y, por consiguiente, desamparadas en absoluto. Por el gravísimo delito, no sancionado en las leyes, de ser católicas, hacer mucha caridad y rezar el rosario, les requisaron las tierras y su casa, aunque las dejaron vivir en ella. Las tierras no se las repartieron, porque su mediero y encargado Blasco reclamó la tenencia de las fincas por trabajarlas por su cuenta. Quisieron entonces que se marcharan de su casa, mas Dolores dijo que muerta la sacarían, pero viva jamás. A la edad que tenía, salir de su casa era matarla. Muerta por muerta, que la matasen allí. Las dejaron estar, porque Dios quiso.

Los bellacos del Comité y de las sociedades eran unos hachas para atropellar a las personas desvalidas, sobre todo a las mujeres sin apoyo ni arrimo de varón. Qué intrépidos se mostraban entonces! La viuda Carmen Guarner y su sobrina Trini ¿qué podían tener de fascistas, ni qué sabían de tal cosa las pobres mujeres? No importa. Les quitaron toda la hacienda y las dejaron incluso sin habitación. Suerte que la madre de Luis Guarner las tenía casi siempre en su casa de Valencia, para que le hicieran compañía. Eduardo Guarner (q.e.p.d.), padre de Trini y hermano de Carmen, favoreció mucho la primitiva sociedad obrera, la socialista; y estos canallas demostraron después su gratitud despojando a la familia de su protector. Así paga el diablo a quien bien le sirve. La gente marxista no conoce la gratitud. No entiende de sentimientos nobles. Es abyecta y soez por naturaleza.
La hermana de Vicente el Llarc, mujer de más de ochenta años, que habitaba enfrente de mi casa, tuvo que dejar su domicilio y marcharse a vivir al de una amiga, pues en el suyo se instaló bonitamente la sociedad obrera de mujeres.
Otra de las víctimas ha sido doña Tonica Vidal, viuda de don Blas Boscá. El imperdonable delito de dicha señora es el de tener casada a su hija Milagrito con Ignacio Coco, perteneciente a la junta directiva de Renovación Española, de Valencia, y que antes de la sublevación, según dice, ha podido huir de la policía y refugiarse con su esposa en Portugal. ¿Qué culpa tenía doña Tonica de que Milagrito se casara con aquel señor? Pues asaltaron su casa, rompieron los muebles, quemaron lo que quisieron, derribaron tabiques e hicieron el asno cuanto les vino en gana. De las ropas, incluso el ajuar de Pepita (la chica soltera) y de los objetos de algún valor que se encontraron, se incautó el Comité, con lo que dicho se está que lo malvendió todo; y averigüen ustedes a dónde iría a parar su importe. Las tierras, por supuesto, fueron también incautadas y repartidas. Por fortuna, ni doña Tonica ni Pepita se encontraban allí, evitándose de esta manera presenciar tanta brutalidad.

Vicente Fayos Ferrando, el Llarc, fue también despojado totalmente de su casa y hacienda y, por añadidura, fueron a buscarlo a Agres, para exigirle varios miles de pesetas. No encontraron al perseguido, que estaba oculto en Valencia.

A Ladislado Soriano le incautaron la casa. No pudieron hacerse con sus tierras de la Puebla porque Blasito presentó un contrato en el que aparece como aparcero de su tío; y aunque a regañadientes las respetaron. De vez en cuando venían los de Comité de Barcheta a exigir a Ladislao grandes cantidades, pero se escapó a Valencia, donde se ocultó, burlando el atraco. Desde luego le robaron la hermosa propiedad que tenía en la mencionada Barcheta; como asimismo los de Carcagente se apoderaron de los naranjales y huertas de doña Joaquina Arbona, su mujer.

Pero ¿a qué seguir? No acabaría nunca si tuviese que enumerar todos los latrocinios de los cabecillas de este populacho imbécil. El negocio es para ellos; y la canalla aplaude...

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La iglesia parroquial y la del convento están convertidas en almacenes de melones. Las han alquilado a un tal Barbazán, judío gallego, que viene todas las temporadas a comprar melones para exportarlos a Norte América. Es casado pero tiene una querida yanke, bastante guapa, a la que llama su secretaria y se la trae al pueblo a que le lleve las cuentas de las compras. Este Barbazán no parece sino que cobre por difamar a los sacerdotes. Aprovecha cuantas ocasiones se le ofrecen, y si no, las inventa, de vomitar injurias contra el clero, al que ridiculiza siempre que puede. Propaga entre los ignorantes y papanatas labradores, enormes disparates y calumnias en deshonra de los curas y los religiosos. Da grima oírle. Sí que cumple bien la misión de su raza.

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Las religiosas del Colegio de San José, tuvieron que dispersarse al principio de los sucesos y obraron muy cuerdamente. En su edificio se ha instalado el hospital y la casa de socorro. Menos mal. En lo alto de su fachada ondea la bandera de la Cruz Roja...

La Cruz! Siempre la Cruz! No se puede prescindir de ella. Aunque no quieran, será perpetuamente el símbolo de la redención de las almas y de los cuerpos.

16 de septiembre de 1936. = Pasamos tristemente los días cuatro, cinco y seis de septiembre, dedicado el primero a nuestro Patrón San Blas, el segundo al Santísimo Cristo del Amparo y el tercero a la Divina Aurora.

Por primera vez después de más de dos siglos dejaron de celebrarse las tradicionales fiestas que tanta nombradía proporcionaron a la Puebla, que en esos días se expansionaba en efusiva cordialidad. ¿Quién que fuera poblano dejaba de venir? De Barcelona, de Madrid, de donde estuvieran, hacían el viaje para gozar unos días, reviviendo parentescos y amistades y honrando a su Santísimo Cristo al formar en la incomparable procesión. Hasta los que no habían nacido en el pueblo pero descendían de él, venían a la Puebla en estos días. Sus padres y sus abuelos hicieron lo mismo; y ellos continuaban la tradición. También concurrían muchos forasteros, que se alojaban en las casas de sus amigos y eran tratados a cuerpo de rey. Constituía un honor para los vecinos de la Puebla alojar durante las fiestas a varios convidados, cuantos más, mejor. Hubo un año que en casa de los Bataller se sentaron a la mesa más de doce invitados, que con los individuos de la casa y los parientes, pasaban de veinticinco comensales. En casa de las de Gomar sucedía algo parecido; y en proporción pasaba igual en las otras familias. Para todos había opípara comida, excelentes vinos y licores, cómodo lecho y continuas deferencias, con la mejor buena cara y simpática sinceridad. El forastero que venía una vez a presenciar las fiestas, si podía se reenganchaba para el año siguiente.

Había pasacalles de tamboril y dulzaina y de banda de música, revel-les o conciertos nocturnos en la fresquísima plaza de la Iglesia, cuerdas de cohetes, castillos de fuegos artificiales, corregudes de jòyes, cucañas y bailes populares verdaderos, principalmente las clásicas dances en que tanto se lucían las chicas, engalanadas con el hermosísimo traje de labradora valenciana, bailando con aquella elegancia y majestad evocadora del alto concepto que de sí tenía la antigua Valencia labradora, orgullosa de su trabajo, de su belleza y de su gloria... También se bailaban les folíes, de ritmo parecido al de las danzas, pero más acelerado, que se improvisaban en cualquier calle. Era un baile suelto y alegre, en el que tomaban parte cuantos querían de los que presenciaban y que se bailaba con el traje corriente y habitual... Las famosas seguidillas, el fandango valenciano, el rodaet. La última vez que vi estos bailes fue en 1929. La gente joven los despreciaba, no los comprendía. Personal moderno, amante solo de la materialidad bestial. Para un gran sector de los jóvenes de ahora huelgan la tradición, el arte y la finura. Está contaminado del ambiente de grosería que se respira. Los que no éramos jóvenes, presenciábamos esos bailes con emocionada añoranza. Ya no los bailaban bien más que aquellos cuya edad lindaba con la vejez.
El aspecto religioso era solemne. Aquellas misas con música, cantadas por los hijos del pueblo! No eran precisamente de la Capilla Sixtina, pero demasiado hacían los buenos muchachos. Aquellos sermones de predicadores afamados! Aquel traslado emocionante del Santísimo Cristo desde su capilla al altar mayor, acompañado de los cofrades con cirios encendidos! Cuántas lágrimas se derramaban entonces! Acudían a la memoria los recuerdos de la risueña infancia, cuando nuestras madres nos llevaban en brazos a presenciar aquella ceremonia. Veíamos allí, en aquella escultura, los dolores, las alegrías y las esperanzas de nuestra vida. Los padres, los abuelos y una larga serie de antepasados, también lloraron conmovidos por idénticos recuerdos, suplicando compasión para sus penas y perdón para sus pecados... Allí estaba el símbolo de fe, de amor y de esperanza de toda la Puebla... Cuántos que el año anterior asistieron al traslado, no lo verían ya más! Cuántos, ausentes por la necesidad o por el deber, pensarían en aquel instante en su divino patrono y en su lejano pueblo! Cuánta súplica fervorosa: "Señor: aquel soldado que está en la guerra de Marruecos! Que vuelva sano y salvo el pobrecito" "Señor, aquel emigrante que está en América! Ampáralo y que tenga suerte!" "Señor! Aquel enfermo que tiene tantos hijos pequeñitos! Cúralo, que es el único sostén de su familia!" "Señor, estos huérfanos!" "Señor, este mala cabeza" "Señor, aquel hijo ingrato" "Señor, el pan nuestro de cada día!" "Señor! Señor!".... Y por la noche la procesión larguísima, que pasmaba a los que nunca la habían visto... Más de setecientos hombres con sus correspondientes cirios formaron en ella en 1935 y detrás de las andas, más de mil mujeres en cuatro filas, dos por cada acera, iban devotamente con velas encendidas también...

Ya no podían celebrarse los actos conmovedores y tradicionales. Se había prohibido como si fueran crímenes. La población permanecía triste y sombría, sin risas, sin regocijo. Ya no existía propiamente la iglesia. Sus altares habían sido derribados. Sus imágenes, quemadas. Su recinto, profanado. El mismo Santo Cristo, no sabíamos a ciencia cierta dónde estaba o si existía. Y al arrancar brutalmente, de un golpe, el alma de la Puebla, la Puebla quedó fría, rígida, yerta como un cadáver. Podían estar satisfechos los conductores del engañado pueblo. Habían desmoronado lo más grande que tenía. Su labor fue de embrutecimiento, de corrupción y de muerte.

¿Y los setecientos hombres y las mil mujeres que formaban la triunfal comitiva? ¿No protestaron? ¿No se revolvieron cuando los vandálicos sucesos? Algunos de ellos actuaron en los incendios. Algunos blasfemaban horriblemente. Había mujeres que lo aplaudían... Y la mayor parte, o sea el resto, nos metimos en nuestras casas cobarde­mente.

No podía extrañar. A Jesús también lo abandonaron sus discípulos.
La Humanidad, siempre la misma.

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Víctor quiso que mandase a por mi radio, que la tenía en Valencia, en reparación; y envié al ordinario Pons a que me la trajese, junto con mi máquina de escribir. En cuanto a ésta, sí que deseaba tenerla, pues me placía poner en limpio mis trabajitos históricos y literarios, a que siempre he sido aficionado. Respecto a la radio, no sentía demasiadas ganas de ella, pues la consideraba un peligro. Había orden terminante de no conectar con emisoras de la otra parte, bajo severísimas penas, que consistían en decomisar el aparato y además en multa, cárcel y qué sé yo. Y también podría haber motivo de que cualquier banda de asesinos, so pretexto de incumplimiento de lo ordenado, viniera una noche y se me llevase para matarme. Pero como todos ardíamos en deseos de saber noticias directas del campo nacional, me determiné, por fin, a complacer a mi cuñado y mandé también a por ella.

Todas las noches, hacia la una, con las puertas bien cerradas y con las debidas precauciones, escuchábamos embelesados a Queipo de Llano, que desde Sevilla dejaba caer sobre nosotros un rocío que refrescaba nuestras esperanzas. Era tal el cúmulo de embustes, calumnias, insidias y cinismos que la prensa y emisoras rojas propalaban continuamente, que no podíamos menos de sentirnos aplanados y decaídos. Por eso, cuando oíamos las noticias, donaires y proclamas de la parte nacional, se ensanchaban nuestros corazones y un hálito de optimismo henchía de gozo nuestro ánimo.

Una noche vinieron a casa S B -que ya he dicho en otro lugar que es un sinvergüenza- y otro individuo y nos dijeron que venían a requisarme la máquina de escribir. Hacía falta en la Juventud Socialista y se la llevaban. Es decir, que sin orden del Comité, ni del alcalde, ni del gobernador, ni de nadie, más que de ellos, se apoderaban de lo que les venía en gana. Las otras sociedades hacían lo mismo. Le entregué, pues, la máquina, ya que no podía uno negarse; pero al dársela se abrió la caja y cayó la máquina al suelo, estropeandose. Me alegré de pronto. Ya que me la quitaban, que se rompiese en mil pedazos antes de que ellos la aprovecharan. Pero pensé enseguida que no convenía se imaginaran que el accidente fuera intencionado; y les dije que la enviaran a componer que yo pagaría la factura. Así lo hicieron, costándome la fiesta siete duros y pico.
Pocas noches más adelante, a las diez y media, llamaron a la puerta, abrió mi hermano y entró un grupo de diez o doce jovenzuelos. Bajé a ver lo que querían y me dijeron que eran de la Juventud Libertaria y que venían a llevarse mi radio. Les pregunté de quien partía la orden y uno de ellos me respondió que de ellos mismos. Repliqué al punto que en la Puebla había una autoridad, que era el Comité y que mientras él no lo ordenase no tenía obligación de obedecer a los demás. Otro de ellos me aseguró que estaban autorizados por el Comité. Entonces les di el aparato de radio, que me dolió muchísimo. Ya estábamos otra vez sin noticias directas y averiguando como podíamos el curso de las operaciones. Fue una tristeza perder el consuelo de la charla diaria con el otro bando. Se llevaron, pues, el aparato y requisaron, además, los de otras casas, depositándolos en la de Gilberto Llinás, donde se habían establecido la C.N.T. y la F.A.I.

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Víctor estaba caviloso, nervioso, desesperado y con razón. Hacía ya más de dos meses que no sabía nada de su hija ni de su suegra. La última vez que las vio, antes de estallar el movimiento, las dejó con abundantes recursos para un mes; pero calculaba que al transcurrir dos meses, debían estar sumamente apuradas, sin medios económicos ya o a punto de agotárseles. Se representaba la situación moral de las pobres personas, su angustia, su aislamiento, la congoja natural en trance tan desesperado. Y decidió marchar a reunirse con ellas. Quedamos todos pasmados, especialmente su madre. ¿Cómo sería posible salvar el límite de ambas zonas combatientes? Si para ir de un pueblo a otro se necesitaban tantos requisitos y era tan expuesto, aún tratándose de pueblos cercanos ¿cómo se atrevía a tan gran empresa, peligrosísima en grado mayúsculo? Si lo descubrían sería asesinado sin piedad, sin remisión alguna. Contestó que sin su hija tanto se le importaba vivir como morir y que ya tomaría las precauciones convenientes y de la mayor eficacia posible. Y como en el Comité y fuera de él contaba con buenos amigos, hizo una combinación que estuvo muy bien pensada. Era ya socio de la C.N.T., con carnet y licencia de uso de armas; logró del Comité de Puebla un salvoconducto; además, el mismo Comité le extendió un documento por el que se certificaba que iba a la provincia de Cuenca a gestionar la compra de trigo para este pueblo; y obtuvo que se le designaran dos acompañantes hasta el límite del territorio gubernamental. Los acompañantes designados fueron Blas Jornet Boscá, hermano del alcalde, de Izquierda Republicana y Enrique Fayos Martinez, comunista. El auto en que se había de ir era el suyo propio, requisado de mutuo acuerdo por la Izquierda Republicana de la Puebla. Y el día 12 de septiembre, de buena mañana, partió con sus acompañantes, en dirección a Salinas del Manzano -Cuenca- en busca de su hija y de su propia tranquilidad. Dichoso él si lograba pasar al otro campo! Le vi marchar reventando yo de envidia. De qué buena gana fuera de la partida! En los días que preparaba su viaje, me insinuó que fuese con él, pero no me atreví. Mi cuñado tiene un aspecto que le va bien para todo. Si viste de señorito, parece un nuevo rico a la moderna, deportista y en realidad lo es. Si viste a estilo gitano o de bracero, está que ni pintiparado. Con esas cualidades, puede pasar por lo que quiera; mientras que yo, vístame como me vista, siempre manifiesto lo que soy, por más que me esfuerce en disimularlo: un señor de carrera. Además, creo que el Comité no hubiese autorizado mi marcha: sería demasiado sospechoso. Por otra parte, no convenía a mi familia ni a nuestros intereses mi separación. ¿Quién sabe si al creer después que nos habíamos ido los dos a cooperar con los sublevados, se vengarían en mi mujer, en mis hijitos y en mi madre política? La gentuza imperante era capaz de todo y no sería el primer caso de monstruosidades de tal naturaleza.

Marchó mi cuñado como queda referido y al cabo de tres días volvieron sus acompañantes y nos entregaron una carta de Víctor en la que nos notificaba que estaba entre amigos y que no pasáramos pena por él. Nos contaron, además, que en Noguera tuvieron que dejar el automóvil, porque no había camino adecuado y hubieron de proseguir a pie la caminata, durante más de ocho horas, hasta llegar a Bronchales. Blas Jornet y Enrique Fayos no quisieron seguir más adelante y Víctor buscó quien le acompañase o le enseñase el camino, pero nadie se atrevía. Por fin, una mujer, ante la buena propina ofrecida, se determinó a servir de guía y lo acompañó hasta la vista de Bronchales.

Todas estas noticias nos llenaron de gozo y nos imaginamos al punto la agradabilísima sorpresa de las interesadas, los gritos y exclamaciones y aspavientos de Amparo, el júbilo de Amparin y de su padre y, sobre todo, el consuelo y descanso que aquellos corazones experimentarían.

Esta aventura parece caso de novela y si yo supiera escribirlas compondría una muy interesante. El asunto se lo merece, porque es grande cosa ésta: con la vigilancia estrechísima que había en todas partes, haciendo poco menos que imposible la evasión; con el recelo que imperaba aquí, donde en todo momento y en todo lugar se nos espiaba atentamente y cualquier frase o cualquier paso se interpretaba siempre en mal intencionado sentido; y que un hombre como Víctor, perseguido con saña y encono, hubiera podido valerse de un Comité cerril como el de la Puebla, lograr un salvoconduc­to y que por mayor seguridad le señalaran dos custodios, a fin de que nadie le molestara en su viaje, es asunto indiscutible de novela y de novela del más vivo interés.

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Mi hermano fue otra vez a Gandía a cobrar los alquileres. No cobró casi nada y se tuvo que volver más que de prisa, pues una patrulla de miliciano, cuyo jefe hablaba con acento madrileño, lo detuvo enmedio de la calle, le pidió descortesmente la documentación y lo sujetó a un interrogatorio. Suerte que Rafael tuvo serenidad y respondió cumplidamente. Lo dejaron ir, pero notó que no lo perdían de vista; y con muy buen acuerdo tomó el primer autobus que regresaba y se vino con ánimo de no volver a Gandía hasta que los tiempos cambien. Pensamos si lo denunciaría una inquilina, para que lo encerrasen o le dieran un susto y con este procedimiento librarse de pagar el alquiler. Como no queremos que Rafael vuelva a correr semejante riesgo, hemos decidido que Pepe Fayos Tortosa, único empleado antiguo de la Caja de Ahorros que sigue en su puesto, se encargue del cobro mensual. Le he escrito en tal sentido y ha aceptado y nosotros descansamos en su honradez y discreción.

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Para facilitar la carga y descarga de los géneros que entraban y salían de la iglesia parroquial, convertida por los rojos en almacén de melones primero, y en almacén de abastos, después, hicieron practicable la antigua puerta de acceso, rapiada hace alrededor de siglo y medio. Ultimamente estaba allí el altar de la Purísima. Me gustaría que cuando se restaure la iglesia se conservara la puerta mencionada, que es de estilo greco-romano muy estimable.

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Seguían los vandalismos vergonzosos.
Una noche asaltaron el Ayuntamiento y quemaron el archivo. También quemaron el registro civil y los protocolos notariales. Se hizo lo mismo con la documentación del Sindicato Agrícola y de la Caja de Crédito Agrícola. De seguro que hicieron esto último con ánimo de que desaparecieran los comprobantes de las deudas que se debían pagar a dichas entidades. Otro día quemaron el archivo de la iglesia. Los mismos que destruyeron este archivo -que, por cierto, eran forasteros, de Genovés, si no estoy mal informado- invadieron la casa de don Emilio Fayos y le quemaron la biblioteca, documentos, ornamentos sagrados, cuadros religiosos y cuanto pudiera oler a piedad. Prosiguieron su obra en casa de Dolores y Carmen Gomar. A ellos les tenía sin cuidado el asustar y acongojar a dos pobres mujeres desvalidas, la mayor, anciana de ochenta años- Hasta las mantillas les quemaron. De allí pasaron a casa del difunto sacerdote don José García Suñer y procedieron a la misma operación, destruyendo no sólo la excelente biblioteca del sacerdote, sino también los libros del sobrino Pepito Gosalbo, que estudiaba para farmacéutico y los del maestro Emiliano Alvarez, casado con Finita Gosalbo. Al protestar éste porque destruían sus libros, instrumentos de su trabajo, un bárbaro le objetó que era preciso, perqu'estos fan molt de mal als chiquets... Honorato Jornet -Honoratet- el alcalde! allí presente, gritaba:
- Tot lo que siga fem, al fòc! -queriendo decir que todo lo que tuviera carácter religioso debía ser aniquilado. Calificaba de estiercol las cosas de nuestra santa Religión. Qué bruto! Mas adelante me dijo que si se portó así fue para evitar mayores males. La teoría liberal.

Los de Izquierda Republicana quisieron también hacer sus pinitos. Todos quemaban algo ¿y ellos no? Eso no estaba bien! Los de la C.N.T. y de la F.A.I. habían incendiado la biblioteca de Gilberto Llinás y la de casa de Carmen Guarner... ¿Y ellos habían de ser menos? Registraron un día la biblioteca de Alegre -en cuya casa estaba instalado el centro de Izquierda- y al dar con un tomo escrito en latín, que por más detalle era un tratado de Derecho Romano, su alegría fue desbordante: un libro de misa! Ya tenían un sólido motivo para un auto de fe, -los autos de fe, que tanto han censurado a la Iglesia-. Y cargaron un burro -no tan burro como ellos-, llevaron en varios viajes, a bajo del Trinquet, todos los libros escritos o no en latín e hicieron una gran hoguera. Oh, amor a la cultura! Oh, insignes progresistas a quienes estorba lo negro! El médico, RLL y otros que se las dan de ilustrados, son socios y creo que de la junta del casino. Consintieron aquella salvajada. Les hizo gracia. La rieron como un chiste... Al fin, de Izquierda Republicana.

17 de septiembre de 1936. = Amanece con el cielo encapotado. Llueve tenuemente. Las calles son un barrizal.

Se presiente, se respira algo feo. Todavía no podemos darnos cuenta de lo que será, pero sentimos penosa inquietud y una asfixia que nos oprime el corazón. Estamos nerviosos, desasosegados. ¿Qué ocurre? No lo sabemos.

Los milicianos municipales, arma en brazo, pasean abajo y arriba sus zafias cataduras, con actividad inusitada.

Veo pasar por delante de casa a varios individuos del Comité, algo pálidos, sonriendo con sonrisa que parece forzada. Cualquiera diría que, a su pesar, van un poco avergonzados.

Vienen autos forasteros con gente armada. Se marchan luego. Después llegan otros. ¿Qué se tramará, Dios mío?

Comemos en silencio, de mala gana.

Hacia la una y media sube Remedio, la mujer de mi asalariado, nerviosa, trémula y nos dice que se van a llevar a los curas y que la plaza de la Iglesia está ocupada por milicianos que no dejan que transite nadie por allí. Me asomo discretamente al balcón y veo que es verdad. A un labriego que con su mulo va a cruzar la plaza, le hacen retroceder y tiene que dar un rodeo para salir al campo.

No puedo creer que se lleven a los curas. No hace ocho días que una comisión de los del Comité visitó a los cuatro sacerdotes para darles seguridades y tranquilizarlos y aún les hizo la indicación de que trabajaran en lo que pudiesen y dieran así la nota simpática de ser unos obreros como los demás... El cura párroco de Puebla, don Roque Soliva, natural de Borriol, provincia de Castellón, trabaja ya un par de semanas como escribiente del Comité, instalado en la requisada abadía. El cura de Binimarfull, don Salvador Soler Bataller -Salvoret de Felip- y don Blas Machirant, beneficiario de Benigánim, ambos hijos de la Puebla y refugiados aquí, se dedicaron inmediatamente a las faenas del campo. Tan solo don Emilio Fayos y Fayos, también hijo de la Puebla, cura arcipreste de Jijona, en donde tiene un regente, no puede emplearse en ningún trabajo, por causa de su más que deficiente salud: padece del corazón.

Animados los sacerdotes con la palabra, las seguridades y el consejo que les dió el Comité, se confiaron, salieron al campo y se dejaron ver por el pueblo, creyéndose garantizados en absoluto...

¿Pero el Comité faltará a su palabra? ¿Cometerá tamaña felonía? Increible! ¿Increíble? Lo sería si se tratase de caballeros, de hombres de honor. Pero nada es de admirar en individuos tales, hez del vencindario, deshonra e la Humanidad. La visita a los sacerdotes no fue más que una celada inicua, un meserable engaño para que no se escondiesen ni escaparan.

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El señor cura don Roque está descansando después de comer. Un miliciano se presenta en su casa, mejor dicho, en su alojamiento, calle del Maestro Buades número 10 y da el recado de que el Comité lo espera. La sobrina del cura lo despierta. Don Roque sale confiado y sereno, acompañado del miliciano y cree que se trata de redactar algún documento urgente. Al llegar a la esquina del callejón de la Divina Aurora, se percata de que ha olvidado los anteojos, vuelve a por ellos, se dirige otra vez a la plaza de la iglesia, algo se extraña de ver a tantos hombres con armas, pero como es empleado del Comité y fía en su promesa, entra sin recelo en la abadía.

Don Salvador Soler y Bataller, cura de Benimarfull, recibe la misma orden. Su hermano Bautista lo acompaña hasta la puerta de la abadía. Allí obligan a Bautista a que se vaya. Don Salvador comprende que ya no verá más a su familia y abraza fuertemente a su hermano, llorando como un chiquillo. Sepáranse por fin. Márchase Bautista con la congoja que es de suponer; y don Salvador se ve forzado a entrar en aquella cueva de traidores. Traidores son y consumados ladrones. Antes de este día le exigieron una cantidad, exorbitante para sus posibilidades, que tuvo que satisfacer su buena hermana, creyendo que le salvaba la vida...

El pobre don Blas Machirant, rematadamente sordo, un alma de Dios, la bondad hecha carne, vive en un mundo aparte por causa de su defecto físico. Lo llama el Comité y acude con la mayor tranquilidad. No teme que le pidan dinero, porque no lo tiene; y piensa, en su hombría de bien, que nadie le puede querer mal y mucho menos en su pueblo. Va mansamente, humildemente, sin sospecharlo, a meterse en la boca del lobo.

Un grupo de milicianos, capitaneados por J M G, alias R, marcha por mi calle en dirección a la carretera.
A los pocos minutos dos coches con los tres sacerdotes antedichos, salen de la plaza de la Iglesia, recorren la calle Nueva y desaparecen por la del Camino de Játiva. Los sigo con la vista mientras puedo. El silencio de la gente es absoluto. Se oye el chapoteo de las ruedas de los autos sobre el barro.

Presencio después una escena capaz de sublevar las piedras. Enfermo, con palidez cadavérica, pasa don Emilio Fayos y Fayos, arcipreste de Jijona, montado sobre un asno. Así eran conducidos los reos al patíbulo en pasados tiempos. Lo escolta un miliciano sin armas, que va como abochornado. El digno sacerdote, modelo de ministros del Señor, hace ya varios años que es víctima de una dolencia cardíaca. Los sufrimientos que le hicieron pasar y los atropellos que con él cometieron desde que advino la república, lo desengañaron de la gratitud humana; y buscó refugio en su inolvidable pueblo natal, sin dejar por ello de velar, con el mejor celo que su salud consentía, por las varias instituciones de que había sido el alma. En el arciprestazgo de Alberique y en el de Jijona, contribuyó con el mayor esfuerzo a fundar importantísimas obras de piedad, de mejoramiento social, de caridad y de enseñanza. En la misma Puebla él fue quien impulsó y animó la fundación y la marcha del benemérito Colegio de San José, para chicas y parvulitos, dirigido por religiosas trinitarias y que tanto han beneficiado la instrucción popular.

Don Emilio se encuentra en la heredad de la Casa Guarner, desde hace varios ddías, para dar paz y tranquilidad a su corazón enfermo. Y allí van a por él... Pronto, que corre prisa! El gran decaimiento que padece no le permite casi andar; y el solícito casero le presta su borriquillo. Al entrar en el poblado, un bárbaro, llamado B, le muestra un racimo de uva y le dice:

- Mira, mira! Esta uva es de tu campo. Ya no la probarás, porque te llevan al matadero...

Debe haber oído el escarnio. Palidece más todavía.

Oculto por la persiana de mi balcón, veo la calle de la amargura de mi pobre amigo, por que nada puedo hacer. Lo contemplo y pienso: "Ahí tenéis al varón justo. Anduvo por la vida derramando el bien. ¿Qué os ha hecho? ¿De qué le acusais? Ahí lo teneis! Ecce homo!"...

¡Qué vergüenza! ¡Qué indignación siento! Si creyese que lanzándome a la pelea, me secundarían unos pocos, solo un par de docenas de hombres armados, ¡con qué placer me jugaría la vida para desbaratar la iniquidad y salvar a mis amigos! Pero sé que no me secundarían. Qué mucho, si hasta los parientes más allegados de las víctimas las abandonan y se esconden acobardados!...

Llega el Comité. Aquellos criminales aún tienen valor de pedirle dinero. Como siempre que le han llamado ha sido para robarle, va provisto de cuanto le resta. Todo lo entrega. Ya no posee nada. Ya es un pobre de solemnidad.

Cree don Emilio que los ladrones ya deben estar satisfechos. Les ha dado cuanto le han pedido, hasta quedar sin nada. ¿Qué más le pueden exigir? Espera que no le molesten más en adelante y le dejen, al menos, morir en paz entre los suyos. Su esperanza se basa en V T M, alias P, sobrino suyo, mejor dicho, viudo de una sobrina e individuo del Comité. Pero el tal P vuelve la cabeza y no responde. Lo mismo hacen los demás...
Entonces se percata de que algo siniestro flota en el ambiente aquel; y sospecha la suerte que le aguarda:
- ¿Pero qué es esto? -dice- ¿Qué quereis de mí?... Dejad que me vaya!... Tu, V, m'has enganyat, m'has enganyat! Después que me diste tantas seguridades ¿ahora me abandonas?... P no contesta. ¿Qué puede contestar un traidor?
Uno ahora, el otro luego, salen de la estancia los del Comité. Su presidente, F B M -P-P- queda el último. Don Emilio lo coge del brazo y exclama:
- Por Dios, no me dejes!...
P-P se desase de aquella mano que lo agarra, y sale también.
Ocurre en seguida lo más repugnante: los milicianos se apoderan de don Emilio y lo sacan a la plaza. Lo llevan al auto, pero la víctima se resiste. A empellones lo arriman a la portezuela, pero no quiere subir. Uno de Benigánim, bajito y esmirriado, que no tiene ni media bofetada, le da un empujón tan brutal que la cabeza de don Emilio choca violentamente contra la cubierta del auto. Para inspirarle cierta confianza, entra en el coche un miliciano, S P B, apodado C, que dice:
- No tema, que yo voy con usted.
Rendido ya, sube don Emilio. C se apea por el lado opuesto.
Alguien cuenta que la víctima exclamó:
- ¡Mare dels Desamparats, quánt desamparat estic!
Suben también al coche el de Benigánim y dos más y el coche arranca.
Son las tres de la tarde.

18 de septiembre de 1936. = A las tres de la tarde, en pleno día pues, a la vista de todo el vecindario y con un lujo de precauciones como si se tratara de la captura de alguna cuadrilla de temibles foragidos, se perpetra en la Puebla el criminal secuestro de los sacerdotes.

El Comité no tiene excusa de ninguna clase. Nada puede alegar en su defensa, porque no hay ley ni decreto que faculte a los comités para atropello semejante, ni existe mandato de la autoridad superior, ni media el subterfugio del desbordamiento de la masa, pues que no lo ha habido, ni siquiera la sombra justificativa de que los curas eran odiados por la población, porque no es cierto. A los cuatro sacerdotes se los han llevado porque el Comité ha querido. Él lo ha preparado todo, saboreando de antemano el abominable crimen. Él engañó a los sacerdotes para que se confiaran. Él ha llamado luego a los sicarios de la C.N.T. y ordenó a los milicianos que impidieran a toda costa la fuga o defensa de los pobres curas.

Y los milicianos cumplieron bien... En la línea de fuego quisiera admirarlos, que no en la valiente hazaña de acorralar a personas pacíficas... Pero ya sé que pelearían allá como los conejos, huyendo bizarramente del enemigo.

En la cárcel de Benigánim encerraron a los cuatro. Allí cenaron, pagándolo de su bolsillo. En la madrugada de hoy se los llevaron. Y en término de Genovés, junto a la carretera, los han asesinado a tiros de pistola.

Se debe haber consumado el crimen luego de las dos de la mañana, porque hasta esa hora llovía y los muertos no estaban mojados. Un vecino de Puebla que muy temprano ha pasado por aquel paraje, ha visto y reconocido los cadáveres de los cuatro mártires. Movido por noble sentimiento y misericordia, ha pedido permiso al Comité de Genovés para colocar los cuerpos en ataúdes y darles adecuada sepultura en el cementerio del mencionado pueblo, pero el Comité ha negado rotundamente el permiso. Han de ser enterrados en la fosa común, sin señal alguna distintiva, revueltos, confundidos y olvidados. Hasta ese punto llega el furor de la secta, el odio vesánico de esa innoble ralea gobernante!

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El reverendo señor cura párroco de Puebla, don Roque Soliva, ha muerto llevando puesta una americana mía de algodón, que le dí para que pudiera vestir de seglar, cuando comenzaron los sucesos. ¡Quién había de decir al sastre Bravo, que en paz descanse, que al cortar la indicada prenda confeccionaba la mortaja de un mártir!...
Porque esos cuatro hombres asesinados, son tan mártires como muchos que veneramos en los altares. Mueren únicamente por motivo de ser ministros de Dios: por nada más. Lo dice el mismo populacho cuando se le pregunta por qué matan a los curas:

- Perqu'es precís -responde- Son retors.

Así lo han decretado las sectas y a ese fin propalan pérfidamente monstruosas calumnias en desprestigio del clero católico y excitan en la gentuza los bajos institintos de crueldad:
- El sacerdote es el enemigo! Que muera!

Y mis cuatro amigos pasan por su calle de amargura, llegan a su calvario y alcanzan la palma del triunfo.

La noche de la entrega criminal, el Comité asqueroso de Puebla del Duc festejó con una cena la inicua fechoría.

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Si como cristiano debo envidiar la inmarcesible gloria de los sacrificados, lograda al morir por tal excelsa causa, humanamente no puedo menos de afligirme y compade­cerles con toda mi alma en las angustias y dolores de su martirio.

A los cuatro compadezco, venero y admiro; pero sobre todo me inspira profunda lástima el arcipreste de Jijona don Emilio Fayos y Fayos, porque con él se han ensañado más, si cabe, que con sus compañeros. Tres veces le hicieron ir al Comité; tres veces registraron su casa, ya con un pretexto ya con otro; dos veces salió del pueblo para ocultarse; con veladas conminaciones y con traidoras promesas, le despojaron de sus modestos ahorros; quemaron su biblioteca y ornamentos sacerdotales; y le arrebataron los vasos sagrados... No parece sino que había especial interés en atormentarle contínuamente y no dejarlo tranquilo... Y él, por razón de su dolencia, ha padecido con más intensidad que cualquier otro, puesto que los frecuentes sobresaltos le ocasionaban penosísima angustia y un morboso pavor invencible. Le espantaba la perspectiva de la muerte violenta en medio de hienas y sin mano cariñosa que lo sostuviese ni voz amiga que lo fortaleciera... Al temor naturalísimo de una muerte así, había que añadir el nerviosismo propio de la enfermedad, con sus alternativas de agitación y abatimiento.

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Salvador Soler, Emilio Fayos, Blas Machirant, Roque Soliva: os asesinaron porque fuisteis sacerdotes ejemplares. Como al Divino Maestro, os mataron porque predicasteis la verdad. En vuestra pasión y muerte, a imitación de la del Salvador, hubo Judas que os hicieron traición, allegados y amigos que os huyeron en la hora de la desgracia, gente brutal que hizo befa y escarnio de la tribulación que os afligía, quejas amargas que en vuestro desamparo elevasteis al Cielo: "Señor, Señor ¿por qué me has desamparado?"...
En la región esplendorosa donde morais eternamente, no os olvidéis de mi, que siempre os quise con amistad sincera. Progeted a mi esposa y a todos mis familiares, y velad especialmente por mis hijos, que aún son unas criaturitas y que han tenido la desgracia de nacer en una época de irreligión y salvajismo... Recuerda tú, Emilio Fayos, que cuando bautizaron a mi pequeñín, hiciste que se descubriese la divina imagen del Santísimo Cristo del Amparo y alli, de rodillas, a los pies del Redentor, le presentamos a mi hijo, mediante una plegaria que tú mismo recitaste... Tres años hace solamente y cuán lejos me parece aquello! Hoy la pila bautismal está derribada; los altares, destruidos; quemadas la imágenes; la iglesia entera desmantelada... ¿Qué nos queda? Ni aún la certeza de que exista el amado crucifijo! ¿Qué ráfaga de locura infernal ha pasado por nuestro pueblo?...
Adios, carísimos amigos. El ejemplo de vuestras virtudes jamás se borrará de la memoria mía; y diariamente me uniré a vosotros con el lazo de mi confiada súplica.
Y cuando pase por la calle de los Mártires -que así debe llamarse la de Malta, donde los tres que nacisteis en la Puebla teníais en los números 7, 13 y 25 los respectivos hogares- vuestro recuerdo surgirá mas vivo y mi oración será más fervorosa.
Diecisiete y dieciocho de septiembre de mil novecientos treinta y seis! Fechas de baldón eterno para los cobardes asesinos, de Gloria inmortal para los cuatro mártires y de ejemplo y de conmovedora devoción para los verdaderos creyentes de la Puebla.

FIN DEL TOMO I.

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