miércoles, 24 de enero de 2007

NO SE PUEDE SER PERIODISTA

Las penas de san Amaro son muy poca cosa comparadas con las que actualmente pasa un periodista amigo mío, director modesto de un periódico más modesto todavía.
Imagínense ustedes, carísimos lectores, la redacción, administración e imprenta de un periódico local. Las cajas del plomo, alineadas en correcta formación; los componedores, revueltos con originales sucios y rotos, con rodillos gastados e inútiles y con infinidad de cachivaches para todos los menesteres. Por un lado, resmas de papel; en un extremo ¡horror! la guillotina; y a su lado, la máquina de imprimir, notable por su antigüedad; dos mesas, no menos viejas, cuya superficie está cubierta de manchas, que semejan provincias, hendiduras que parecen ríos y prominencias que dan perfecta idea de las montañas; un tintero enorme; cuatro palillos, tres de los cuales tienen pluma y el cuarto sirve de reserva; y un sillón patriarcal, dos taburetes y una percha. Imagínense todo esto, repito, añádanle a todo cuatro dedos de polvo y no es necesario que discurran más para pintarse el delicioso recinto a que me refiero.
Son las dos de la tarde. Como reina una quietud amodorrante, nuestro protagonista, gozando del dulce privilegio sólo a él reservado, dormita en el sillón de marras con inefable expresión de beatitud.
De pronto se oyen pasos en la escalera –la redacción está en un porche- y toc, toc.
- ¿Quién es?
- Un alguacil.
- ¿De dónde? –pregunta escamadillo el director.
- Del ayuntamiento.
- ¡Ah, menos mal! Que pase.
- Buenas tardes. ¿El directore de "El Espartano"?
- Yo soy.
- No lo sabía. Aquí tiene usted esta carta y páselo bien.
El director toma la carta y a medida que lee, su rostro se va tiñendo de todos los colores del arco iris: rojo, anaranjado, amarillo, verde, ¡hasta azul!, añil y, por último violado.
¿Qué dice la carta? La carta, que es del ayuntamiento en pleno, es nada menos que una queja por una información tendenciosilla, aunque veraz, redactada en un momento de inspiración literaria, quizás lo único interesante del periódico, sin erratas, sin incorrecciones. Pero está visto que no se puede uno fiar de las musas. Y aunque la cosa, en sí, no es para tanto, nuestro pobre y pacífico sujeto, no acostumbrado a padecer persecuciones por la justicia, se acongoja y de un poco más enferma.
Vuelven a llamar. Otra carta.
- ¿De quién será? –dice temblando don Andrés-
La abre y lee. Y aquí si que se pone malo de veras. La carta es otra queja, fundada en motivos parecidos a los del ayuntamiento, pero hablando de cosas gordas ¡y tan gordas!, diciendo no se qué de mentiras y apelando al honor y a otras cosas que asustan. Esto es ya demasiado. El día es de los de prueba y no hay más remedio que ir a la botica por un poco de cordial.
¿Mas creen ustedes que esto es todo? ¡Quiá! Si fuera todo, no sería nada. Lo peor del caso es que no termina aquí la cosa. Ahora estamos al comienzo de una serie de atemorizadoras cartas y reclamaciones sin fin, porque es una verdad, que por lo experimentada no necesita demostración, que bata que haya uno que se atreva, para que al punto surja quien le siga e imite, como dijo Séneca. Así es que al día siguiente las reclamaciones son cuatro, dos por carta; y las otras dos, de palabra y con ademanes expresivos. Al otro día se multiplican. Y el antes inofensivo director, convertido en temible escritor ahora –porque así se empeña la gente en asegurarlo- lleva ya gastadas veintidós pesetas pagando a los carteros y no se cuántas más en antiespamódicos y vendas, por lo que pudiera ocurrir.
Y es que en Villapeligros, ciudad desde la que escribo, todo habitante se cree sagrado y siente una indignación sin límites cuando su inmaculado nombre se profana en letras de imprenta. ¿Qué más? Se ha llegado a enfurecer un zapatero porque se anunció su zapatería gratuitamente en un huequecito del periódico para el que faltaba original. ¡Como que de poco más horada el pellejo con una lezna al atribulado don Andrés!
Pues ¿y las señoritas? ¡Aquí te quiero ver, escopeta!
- ¿Quién le ha autorizado a usted para publicar que era mi santo?
- ¿Por qué dijo usted que mi papá marchó a veranear?
- ¿A usted quién le manda publicar que ha sido pedida mi mano?
- ¡Grosero!
- ¡Inconveniente!
- ¡Mal educado!
Y esto todos los días y a casi todas las horas.
Nada: que para salir de tantas amarguras, se halla decidido este mártir director a dejar aquel rincón del cielo que describí al principio y emigrar a América, de donde dicen que se puede escribir con entera libertad.
Si emigra, yo le deseo un feliz viaje y una octaviana paz en el ejercicio de su profesión.
¡Pobre amigo mío!

ROBERTO 22 de noviembre de 1912
Publicado: Revista de Gandia
Nación y Administración, periódico quincenal ilustrado de Valencia

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